martes, 15 de julio de 2008

Apate de loco

De pronto todos estábamos excitados. La lluvia caía sobre nuestros cráneos pelones y yo era la única conciente de que era lluvia. Todos los demás, entre esquizofrenias, depresiones, violaciones, abortos y otros trastornos y razones, pretendían en la lluvia leche, semen, cáliz, llanto y demás gestos líquidos. Danzábamos como locos, ¡Vaya ironía! Danzábamos como cuerdos también mientras aleteábamos y nos esquivábamos entre todos intentando volar al horizonte donde la luz prometía ser más clara.

Unos nadaron entre charcos, otros los bebieron cuando encontraron olores etílicos en las aguas. Algunos otros más cristianos, lavaron los pies a los demás como indulgencia a sus penas. Todavía hubo algunos a los que el miedo a la naturaleza los venció y reflejándose en las ventanas, dejaron al misterio si eran lágrimas o lluvia las gotas de la ventana.

Yo me acosté para ahogarme de una vez por todas. Ya había intentado ahorcarme con la camisa de fuerza y tan solo quedaron marcas. Dejé de comer por tres semanas rechazando todo aquello que las enfermeras me dieron de comer o beber, tan solo bebí mis orines para no deshidratarme. Intenté atarme con las cintas de mis zapatos y con los cables de la luz a los barrotes de mi celda y éstas se rompieron. En otra ocasión me acosté debajo de la gotera del lavabo durante cinco días. Pensé que no soportaría las torturas. Nadie lo sabe cuerdo pero la locura te hace más fuerte.

Por eso es que tiendo mi cuerpo llagado al suelo y abro la boca para no dejar escapar las posibilidades de retener cuanto líquido pueda. Todos me pisotean en su algarabía y mis ganas abaten el dolor. Me desnudo ahora que me ven todos y me recuesto con la cabeza inclinada hacia atrás para que me entre agua en las narices.

Tan solo me entra agua en la vagina, y me llena el lugar donde no nacen hijos, entonces lo expulso con tanta fuerza, que mi odio, simula una fuente rota de trunca fertilidad. Es el orgasmo más sublime de mi vida.

Voy a gritar como lo hacen los mudos, con los ojos bien abiertos, tal vez quede ciega pero ahora que más da. Aquí resuelvo odiar, tanto como siempre, con tal intensidad que me abrazo con ansias y pasión mientras el agua rebasa mi vientre. Comienzo a sentir miedo, no sé que depara el último respiro.

Me he traicionado varias veces alzando la cabeza para odiarme unos segundos más, para ver el rojo atardecer y observar a quienes danzan, bellos como infantes que pretenden ignorar la belleza establecida. Para sentir el apocalipsis de mis latidos. Ahora yazco debajo del agua nuevamente, creo que estoy dejando de pensar, pero he logrado abrir los ojos , acostumbrados a las basuras de las penumbras. Es la última vez que exhalo.

Veo como los demás comienzan a brincar sobre mí buscando salvarme del semen y de la sangre. Se avientan uno a uno tratando de lograr mi salvación y tan solo se posan encima de mí, nadan en mi charco y ya no puedo ver ni sentir la luz. Me imagino, porque ya no pienso, que ellos creen que es el charco de la cordura y me quieren rescatar. No es tan malo ser cuerdo, aunque ya no lo recuerdo.

Uno tras otro van cayendo sobre mi, vaya espectáculo y yo con los ojos llenos de basuras sin poder apreciarlo con nitidez. Se vuelcan sobre mí en gemidos de placer, el coito condena a algunos a amarse mientras otros se flagelan entre si. La sangre comienza a verter de los araños y llagas frescas mientras la tormenta cae más fuerte. Se ha manchado mi bata, eso lo puedo ver todavía.

Grito de nuevo, pero ahora como lo hacen los sordos, todos me escuchan y se levantan espantados del temblor de tierra fecunda. Se retiran uno a uno, y no se ha quitado ni el último cuando yo ya voy flotando.

Todos siguieron danzando, los ví contenta de que aun comprendieran el drama es costumbre de cuerdos. Luego ciertos personajes albos que logré vislumbrar se agazaparon con mi ropa y picaron mi cuerpo con sus manos de porcelana. Uno me besó y otro susurró a mi oído:

- Espero no te engañe sentir dolor, nada es como uno se imagina.

sábado, 12 de julio de 2008

Hay 3 textos nuevos y un calvo en foto

También puse el Remake de "Nada que declarar".

No olviden pasar a verlo :)

Creo que sus comentarios surtieron efecto.

Un abrazo a todos.

*Oigan, ¿por qué no ponemos links a los blogs de cada uno?

Domingo del juicio (aunque no sea final)

Ya que andamos en ánimo permisivo, hace una semana le sacaron las muelas del juicio a mi hermano y recordé algo que escribí cuando me las sacaron a mí (en el 2004). Ya pasó su fecha de caducidad (tiene algunas partes descompuestas y no ando en ánimo de hacer corrección de estilo en este momento), pero bueno, se los comparto.

Sepelio de un juicio

Es de llamar la atención los personajes que se presentan a un sepelio: con sus caras largas y tristes, con la sal pegada a los cachetes (recuerdo de las lágrimas caídas), con sus fingideces empáticas que no saben ni respetar el derecho a sentirse incomprendido, que insisten en acompañar y consolar mientras sus horarios agendados les corren por la cabeza y la pinta de los enlutados no hace más que darles espectáculo. También se atreve, una que otra personalidad fresca, a traer su algarabía. Los luctuosos normalmente desempeñan su papel de despreciadores instantáneos del gozo, pero una parte de su dolor se alivia con la sonrisa de alguien. Peligrosas sonrisas en el velorio de un juicio; ya es cotidiano esto de perderlo o entregarlo sin más.

Qué semblante el del Payaso al entrar. Pantalones espaciosos que caen al parejo en toda su negrura, de tirantes amarillos con motas rojas sosteniéndole la dignidad por encima de una camisa blanca bien almidonada, los esconde bajo un saco de dimensiones extraordinarias y color estipulado para la ocasión. Con su divertissement trágico, insolentes, se le adelantan un par de zapatos tamaño burla que llevan el ritmo de su profesión y vienen a arruinarle ese “poder ser tomado en serio”. En signo de reclamo, al llegar al ataúd, se inclina sobre el ausente y comienza su reclamo:

“¿Por qué te fuiste, Juicio cobarde? No resististe esas punzadas que sentías en el pecho al ser criticado, repudiado diariamente. Sé que no era fácil serte ni tenerte, que estaba escrito que habías de claudicar un día por “inservible”, aunque yo crea que fue por inapreciado, por inatendido (yo sé lo que es alimentarse de la atención).

Te robaste una de mis carcajadas favoritas: DEVUÉLVEMELA. Sin Juicio no le ve caso al aparecer: me aceptó que divertirse sin ti la harta: eran tus esfuerzos inútiles porque no apareciera lo que hinchaba sus ganas de mostrarse y llevarte la contraria. Ahora sale de vez en cuando y camina: ¡CAMINA! Figúrate. Ya no salta ni rebota, ni megafonéa sus ironías. Todo y nada le parece gracioso. Carcajada se ha vuelto una risa constante: de idiota, de sin chiste, de sin alboroto o inoportunio. Todo por tu partida, Juicio. Ahora te dejo, con tu espacio vacío y un a-gra-de-ci-mien-to (sarcástico) por regalarme una butaca más de risa transparente, de sin sentido. Mi profesión consiste en contradecir al Juicio con los tropezones y los por-qué-a-mi, para hacerlo retorcerse y soltar a Carcajada. Ahora, sin Juicio, ni Carcajada, me quedo con una Risa despreocupada y un poco más de desempleo cirquero.”

Flor de goma rosa y chisguete desde el polen amarillo, arrancada de la solapa y aventada a la caja en tono sepulcral.

Se acerca el cura. En la esquina de los labios se le nota un no-se-qué de agradecimiento, imposible de ocultar, disimulándolo con Rosarios (en misterios dolorosos. No podía ser tan descarado). Distinguible por su sotana, que da otro significado al “cuello blanco”, superior en sus aires, reparte bendiciones y consuelos divinos a las “Magdalenas” que lo rodean. Con su modestia prudente y de “Divina Providencia”, flota hasta el espacio vacío dejado por el Juicio. Comienza su sermón:

“En nombre de Dios y de la comunidad parroquial, mi queridísimo y ausente Juicio, vengo a darte las gracias por tu oportuna partida. El Cielo te pague la cantidad de fieles entregados que me has regalado con motivo de tu abandono. Pero no oses pecar de soberbia, Juicio; no se acercan porque les preocupe tu paradero, ni porque busquen para ti un “lugar mejor” después de tu partida (no te preocupes, ya te ando tramitando una Suite con el Vaticano); se acercan porque, sin ti, les ha quedado el camino libre para creer: sin cuestionar, ni reflexionar, ni sentir. Tan solo obedecer. Antes que la razón, Dios. Después del Juicio, Dios también. Sé que lo entendiste Juicio, ¡pícaro insolente en vida! ¡inquisidor fabulosamente incómodo! Te largaste y ahora no sé cómo va a evolucionar esta fe. Pero sí sé que se llenará el templo, que se corearán con mayor fuerza las invocaciones, que saturarán canastas y alcancías de diezmo. Ya vendrán, sin tus cuestionamiento, fines del mundo atrozmente inevitables, ofertas de última hora de salvación eterna, descuentos en culpabilidades por “servicio” a la Institución y rebaños de fieles desesperados por no desaparecer como tú. Les daremos sustento; su pan y agua de cada día, sus dosis de miedo, sus untadas de alegría, sus ilusiones vanas. Admiro tu comprensión Juicio. Tantas veces oré por tu partida y me topé con tu terquedad analítica. Y ahora claudicaste. Sin más ni menos, porque se te menospreció. (En mi caso creo que te había sobre estimado)...”

Silencio y pasos discretos, tras una cara de sepulcro blanqueado, acaba por dejar un escapulario de la Virgen sumisa enredado en manos del Juicio atormentado.

Tímidamente lo ve alejarse, desde la esquina oscura, la niña del vestido blanco de encaje. Ella no sabe. Ella no conoce. Ella apenas es ella. Pero sin Juicio, y se acerca.

“Hola”, murmura. No tiene idea cómo presentarse frente a un desconocido tan frío; como siempre, mientras nos dura la infancia, opta por ser franca y transparente. “No nos conocimos, pero he escuchado de ti. Creo que se habla más de ti de lo que realmente se te conoce. Míralos, no pueden ni verte a los ojos. Parece que no les vas a hacer falta. Es como si hubieran renunciado a ti incluso antes de que partieras. Pero aquí sigues y así también sus conversaciones: sobre ti, sobre quien eras, sobre buscarte y perderte...bla,bla,bla. Palabras. A veces escucho como zumbidos a mi alrededor, pierden sentido; pienso que en ocasiones hablan porque no saben (o no tienen con qué) llenar el silencio, les asusta porque es vacío, porque no les dice nada tampoco, porque no saben escuchar.”

“Algunos días estoy triste. Aquí no les gusta la Tristeza, la ignoran, la pintan de arcoiris, de día soleado, de sonrisas...y mi Tristeza se vuelve aun más triste y se esconde, como yo. De pronto no la encuentro y me hace falta. Entonces llega mi Enojo, es muy impulsivo ¿sabes? Le gusta romper cosas: como el jarrón de mamá o las sonrisas de los otros, le molesta la compañía de Felicidades, pero yo sé que en el fondo lo tranquiliza. Él finge que no, que se harta y se va. Le encanta la atención, ya lo conozco. Y otras veces, sopla el viento en la cara o la paleta que me compro sabe a frutas y me gusta...entonces sonrío; también me pasa cuando se me acerca otra sonrisa, o cuando salto la cuerda y casi me caigo...llega mi Felicidad, se infla y siento que voy a explotar, entonces me carcajeo. Siento que me duele la panza, que se me llenan de agua los ojos, que me doblo y me retuerzo, como los gusanos (creo que a ellos los visita seguido) y cierro los ojos (no sé por qué no puedo abrirlos) para no verla, pero la siento. A esos, los que están tan triste hoy porque te fuiste, tampoco les cae en gracia que me visite Felicidad. Me piden que me controle y no entienden que no soy yo, que es ella; y yo no entiendo por qué he de “controlarme” si siento como cosquillas y me sabe a rayo de sol en la cara. Entonces Felicidad cada vez que viene se infla menos y me deja sonrisas como recuerdo de que estuvo ahí.”

“Juicio, no sé decirte nada serio, nada importante. Soy una niña. Dicen que tengo que aprender mucho, que no sé nada ahora. Yo quisiera entender, pero me habían contado que algún día habría de encontrarte y que entonces sería entendible todo lo que me pasa, estas visitas y confusiones de mis Sentimientos, las rarezas de los que me rodean y alguna vez te conocieron. Ahora creo que nunca voy a explicarme estas cosas.”

“Seguro tú eras como un viejo sabio de esos que dan consejos, abrazos y paletas de frambuesa. No lo sé, pero me hubiera gustado conocerte. Dicen que haces falta en el mundo, pero nunca sentí que realmente estuvieras aquí porque no te encontraba. Por eso creo que no me vas a hacer falta, porque nunca fuiste parte de mi vida y me he dado cuenta que los grandes olvidan fácilmente, para ellos todo se define en “hoyes” y mañanas, pero los “ayeres” no son muy solicitados, y yo un día voy a ser GRANDE. Me enseñaron que cuando alguien ya está como tú, entre paredes de madera, hay que meterlo en un “ayer” y echarle tierra encima, para de vez en cuando llorarle una lagrimita o dos y llevarle flores. Eso espero hacer contigo Juicio, aunque nunca nos hallamos contado de qué sabor preferías los helados o qué nos gustaba más, si la lluvia o las muecas chistosas. No importa Juicio, no quiero que te dejen solo. Yo tengo a mi Soledad y no se siente bien, le gustaría estar acompañada; seguro tu tienes también una, las juntamos y así ya nunca van a reclamarnos...”

Del brazo, la niña es tirada por su madre lejos del ataúd porque las flechas del aparato que lleva en la muñeca apuntan ya, una al número doce, otra al número nueve. “Hora de dormir” para la pequeña. Curiosos conceptos.

De zapatos boleados y manos pequeñas, se aleja. La “desconocida” entre los “juiciosos”. Mientras que en el rostro del Juicio, con esperanza infantil, se curvan los labios en irónica sonrisa.

viernes, 11 de julio de 2008

Remake (con agradecimiento implícito). Espero sus comentarios.

NADA QUE DECLARAR

( )

Las puertas de vidrio se abren. Se cierran. M. sostiene el letrero con ambas manos, lo pega al pecho como si el nombre escrito con plumón indeleble fuera capaz de darle un abrazo. “Ella volverá”, repite en voz baja, “ella volverá”. Con cada destello del semáforo de la aduana sus pupilas se dilatan; de nuevo se contraen. La espera infructuosa ha quedado escrita en las arrugas de su rostro. Su voz se difumina hasta convertirse en silencio.

De pronto las esquinas de sus labios se curvan hacia el techo levemente, sin escándalos: hay un secreto que por fin ha logrado descifrar.

( )

Las puertas se abren. Se cierran. M. siente como se tensa su tersa piel en la espera. Se alisa el vestido color arena para que le cubra los muslos hasta el nacimiento de las rodillas. Como cada vez que viene de la universidad, tiene los ojos fijos en las puertas de cristal y un café en la mano. Hoy lo pidió negro. A veces lo pide con crema o con Kalhúa, o no pide nada porque no viene de humor. Lo que no puede faltarle es el letrero, siempre ese nombre en alguna de las manos, esperando a ser visto, esperando un rostro familiar.

Junto de ella, contra la columna redondeada, reposa una mujer de rostro canela, arrugada como nuez de castilla. El brazo se le nota cansado de tanto estirarlo y guardarlo, a veces con un poco de cambio que echa al mandil bordado de colores, a veces vacío. Fuera de ese movimiento de palanca mecánica, la mujer es un bulto vestido con telas percudidas por el polvo de los pasos de quienes vienen para partir; no como ella, que pide ayuda para poder quedarse.

M. ve a la gente caminar con sus maletas y piensa en el gran mito que es la rotación: la tierra no se mueve conforme a las manecillas del reloj, menos aún sobre su propio eje. El mundo transita por pasillos y rostros; las nacionalidades se definen por estados de ánimo –ahí está uno para el que todos los días son grises; un poco más allá, un silbador de mejillas rosadas-. Da un sorbo más a su café y observa a la gente que sale de entre las puertas de cristal. Sí, en el aeropuerto no cesa el movimiento, entradas y salidas de todos los tipos: llegadas de buenas ideas, partidas de relaciones; retrasos de pagos registrados en gestos, cancelaciones de sueños programados para salir de la sala seis. De pronto cree verla y se para de puntitas para escalar la mirada sobre los hombros vecinos: no, no es ella. Ni hablar, seguirá esperando. Pero M. sabe cómo es esto, la lógica del territorio vértice que es el aeropuerto, donde todo aquél que se va, jamás atravesará aquellas puertas siendo el mismo. El trayecto a través de los gusanos alfombrados que van de la cabina a las salas de espera hace que cualquiera olvide su nombre. Tal vez eso le ha pasado a ella: olvidó su nombre y por eso no reconocerá el letrero.

El hombro de un hombre, distraído (o no tanto), empuja a M. y sus papeles, con todo y letrero, van a dar al piso. Las rodillas de él y de M. se doblan a cuatro tiempos, casi chocan, pero logran aterrizar en el suelo, en pistas paralelas. Él levanta los ojos para mirarla pero sólo encuentra esa coleta, perfectamente alaciada, ondulando de enojo. Ella recoge frenéticamente los papeles, sus ojos atrapados entre dos cejas fruncidas como los vestidos de smog que usaba cuando pequeña, en esas fiestas en que M. abría su vestido como Marilyn Monroe sobre la rejilla de viento con tal de acaparar una mayor cantidad de dulces, aunque entonces M. no supiera quién era Marilyn Monroe, aunque después ni siquiera se comiera los dulces.

En el juego de miradas pasan medio minuto de tartamudeos, intentos de reclamo contra intentos de conquista disfrazada de disculpa y curiosidad. De pronto, coinciden. Ella no quería, pero se miran. M. se apresura a vestir su sorpresa de enfado por la torpeza de este…este…macho (olvida que ella es hembra). Justo entonces, a M. se le ocurre que ella puede atravesar las puertas en cualquier momento, que, por arreglar este desorden, ella puede pasar de largo. Termina de recoger y camina hacia el otro extremo de la sala. Casi tropieza con el bulto canela que bosteza a su lado. Él la mira alejarse con una pregunta en el rostro, atorado entre las pestañas un signo de interrogación.

En ese instante, M. siente contonearse con uno de los vestidos estampados de su infancia. Con alas de tela, voltea un segundo, girando sólo la cabeza. Le sonríe a aquél desconocido. Inmediatamente después cubre su rostro con el letrero y se dispone a esperar.

( )

Se abren las puertas. Se cierran. “Son las doce”, dice M. para sí misma, mientras apoya una de sus manos en la cintura engrosada por los años pasados frente al monitor y los deseos mal digeridos. Deja que las palabras escapen levemente de sus labios porque sabe lo sexy que puede ser un ligero mohín en la boca, aunque sea pre-fabricado. El letrero con su nombre cuelga flojamente de su mano izquierda; ni siquiera lo siente entre sus dedos. Ese trajeadito de allá no está nada mal; nota un llavero BMW entre sus dedos y, “sin darse cuenta”, se deja caer lentamente contra la columna, curveando la cadera lo más posible al exterior, tanto que las costuras de su falda color arena amenazan con romperse. Poco le importa el anillo de la mano contraria, como francotirador profesional centra su objetivo entre los círculos de iris y pupila y concentra toda la energía de su pelvis en dos ojos peinados con rímel del más alto calibre. Tirará a matar. Sabe que si su mirada es lo suficientemente fuerte, a él le tomará menos de diez segundos voltear.

10…9…8…7…De pronto, M. siente tremendo empujón: una cabeza de niña se le encaja a la mitad de las nalgas. Los tacones se le enredan y la cadera ejecuta una pirueta tan espectacular que si algún dueño de circo hubiera estado ahí cerca la hubiera contratado para un acto especial. Sus reflejos cuasi-felinos no le alcanzan para salvar la caída: M. se va de bruces contra el piso de mármol helado y sin glamour. Escucha una risa detrás de ella; inmediatamente M. apoya una mano sobre el suelo para levantarse, mientras con la otra recoge el letrero del piso. Una vez de pie, sus ojos se abalanzan sobre la pequeña color canela abrazada de la columna. “¡Las trais!”, grita la niña emocionada y sale corriendo de nuevo; en su vestido de manta ha quedado atrapada una parvada completa de flores en colores cálidos. “Escuincla estúpida”, escupe M. en voz baja. La costumbre hace que esas palabras también escapen levemente de entre sus labios, aunque esta vez su gesto parece, más que un mohín, un hocico digno de bozal.

Entre resignada y furiosa, M. estira el brazo con desgana para poner de nuevo el letrero con plumón indeleble al frente de ella. Espera…¿no es ella? Ve a una joven atravesar las puertas de cristal con una pañalera color arena al hombro; lleva el pelo perfectamente alaciado, amarrado en una coleta, y camina tranquila, empujando una carreola. M. siente que la sala se ilumina cual si hubieran prendido reflectores sobre de ella. Grita su nombre pero no percibe ninguna reacción en el rostro de ella. Otra esperanza en falso.

Sabía que no llegaría.

M. ve cómo, de pronto, un par de manos cubre los ojos de la joven con carreola. Ésta se libera del misterio para colgársele como orangután a un tipo flaco con lentes que parece estar feliz de verla. M. suspira y estira, una vez más, la mano con el letrero. La niña de piel canela la mira desde la cabina telefónica y ríe: M. no sabe que está mostrando el letrero al revés.

De entre las puertas sale un hombre cargando algo parecido a una tabla rectangular, casi de la estatura de su cuerpo; parece que le cuesta trabajo maniobrar entre la gente. M. se olvida del letrero un momento, interesada en el objeto, posa como Marilyn en el escaparate vivo de How to marry a millionaire. El hombre camina hacia ella sin mirarla y deposita su enorme rectángulo en el suelo, lo levanta con cuidado; esta vez lo carga del lado contrario. M. deja escapar un grito agudísimo pero lo asfixia al momento. El rectángulo opaco se ha convertido en un espejo y M. ha visto lo peor en él: su primera arruga, justo en el marco de su mohín estratégico.

( )

Las puertas se abren, ahora se cierran. M. avienta su voz adolescente contra los que van llegando:

“¿De dónde vienes?”

“Disculpa, ¿me puedes decir de dónde vienes?”

“¿En qué vuelo venías?”

Sus respuestas no significan nada para M. Anda con los hombros caídos, jorobada y oscura, lleva unos baggies color arena, una playera negra con el nombre de algún grupo de rock. Mientras tanto, la mujer de la columna intenta acallar el llanto de su bebé con una teta lechosa en la boca. Canta una canción de cuna en un dialecto de palabras suaves, maternales, de ésas que sólo pueden pronunciarse cuando dos cuerpos laten a un mismo compás. Aprieta un bultito enrebozado contra su pecho, hunde la cabeza entre los hilos de colores y se pierde en una tormenta de besos. Ya surcan su piel canela las primeras líneas de vida.

M., a unos cuantos pasos, refunfuña. Ve las puertas abrirse y se emociona con la silueta de una mujer. La ve salir y vuelve a encorvarse: es una vieja enjuta, de suéter color arena y ojos brillosos, como de quinceañera. Los semáforos cambian contínuamente: del verde al rojo, del rojo al verde. M. penetra lo traslúcido de las puertas con su mirada adolescente, sus ojos son dos profundos desafíos en un rostro que apenas ha dejado la infancia. Salen muchas personas, pero a ella, M. no la reconoce. De pronto escucha cómo alguien aclara la garganta a su lado. “¿Qué quieres?” “¿Sigues esperándola?”, le pregunta una voz dulce y avejentada, M. asiente en silencio; el letrero cuelga de su mano izquierda, a unos pocos centímetros del suelo. La vieja ve cómo M. aprieta los puños; entonces estira el brazo bajo el suéter color arena para poner una mano sobre el hombro de la pequeña. Y calla. Presiente una lágrima en el rostro de M. La vieja permanece detrás de ella y mira también hacia las puertas traslúcidas; se le escapa una sonrisa compasiva pero, como está atrás de M., no le preocupa: Sabe que nunca la verá atravesar esas puertas mientras se aferre al letrero que tiene en las manos. A pesar de ello, la vieja permanece junto de ella.

( )

Aún con las luces del pasillo encendidas, se siente dentro del aeropuerto la oscuridad del exterior. Quedan pocas siluetas esperando frente al reloj del área de llegadas. Las puertas se abren y se cierran, sólo que ahora con menos frecuencia que durante el día. Una cada diez minutos, quizás. M. sostiene el letrero bajo el brazo cubierto de estambre color arena. Mientras se abre una de las puertas, ella da la bienvenida a un bostezo. Sus ojos pesan con la dulzura del descanso anticipado; los pliegues del sueño se confunden entre sus arrugas. Con los ojos cerrados, escucha el paso de unos huaraches de piel que aún huelen a animal de rancho. Abre los ojos. Frente a ella, inmóvil, una joven con falda de manta y rostro canela sonríe con la frescura del medio día. “¿A quién esperas?” M. deja que su rostro se recupere tranquilamente tras el bostezo, mira a la joven y saca lentamente del costado el demacrado letrero. M. se lo muestra y sonrié con dulzura al mismo tiempo que alza los hombros:

“No es importante.”

( )

Son las ocho de la mañana, la fila de toda aerolínea es más larga que el camino al destino más cercano. Las máquinas de café resuellan como caballos de aliento húmedo y brioso. El mundo transita sobre la alfombra recién aspirada, la señalización del aeropuerto conduce a hombres, mujeres y niños por su camino. Algunos destinos cambian de sala de partida. Al fondo pueden escucharse gigantes metálicos realizando el prodigio de flotar sobre el suelo. Y a pesar de ello nadie se maravilla. Miles de rostros transitan codo a codo, ojo a ojo, talón por talón desgastando el frío mármol del pasillo principal del aeropuerto. Bajo los pies de la muchedumbre, un pedazo de cartulina blanca se pasea entre tenis y mocasines, de vez en cuando un niño lo patea hacia cualquier lado; sobre de él parece estar escrito un nombre, con letras de marcador, pero el polvo y el paso indetenible de los hombres vuelven imposible saber cuál es.

miércoles, 9 de julio de 2008

jueves, 3 de julio de 2008

¿ ?

La calva flota suspendida en al Red.

¿Qué pasa? History Revisited la mantiene al aire, las vacaciones, el desentusiasmo, ¿qué? ¿qué?

A mí, en buena parte el reto. Ahí va, lento pero seguro.
Pero bueno, ¿Cómo van esos histories de vosotros?

Pensaba en que igual, para movilizar esto, podríamos escribir algo más "light".
Quizá un relato dominguero vacacionista, ya que las fechas, al menos para mí que no laboro, se prestan para ello.

¿Cómo ven?
¿Seguimos a la espera de los revisited o le damos a otra cosa mientras?

lunes, 9 de junio de 2008

Re-visited

Aunque ayer el asunto no me entusiasmo porque francamente lo veo lejano, lejano pero no imposible, hoy me levanté con la cosquilla de la revista. De hecho, la REDE estaba pensada como revista. Mjo y Pablo, les explico: Rede significa palabra en alemán, según yo (marigüanamente porque casi estoy seguro que no es así pero qué diablos) también como logos en griego, tiene todos esos matices de discurso y ciencia y... en una palabra in-formación (para citar la idea de Pablo). La revista pretendía ser temática y el nombre cambiaría según la ocasión, iba a haber un número dedicado a las vanguardias que pretendía ser: RedE Avante. etc. La cosa también era no encasillarnos en revista de creación sino que también hubiera, crítica, reseña, crónica, y también aunque el tema era uno el enfoque podía ser científico, o artísitico y no necesariamente literario.

El proyecto, como todos, empezó demasiado ambicioso, y aún lo es. Pero se me ocurrió que en realidad, los ejercicios son una especie de eje temático. De modo que ya podríamos decir que tenemos dos números 1. RedE Grieta y 2. Rede Parodia o RedE Tecnia o REde historia revisited o como quieran.

Claro está el pequeño inconveniente del papel y el dinero, always the Goddamn money. Pero también se me ocurre que podríamos hacer una versión virtual ¿Bloggera? el diseño editorial quizá sería pésimo -ustedes saben más de eso- pero serviría como ejercicio editorial. Además ahí podríamos invitar a los colaboradores y dejar esta página de la redecalva como recinto del taller, elitista recinto. En la revista, en cambio ejerceríamos el poder de la censura y la selección natural darwiana: éste sí, éste no ¿fascista? Puede ser, pero en esta experiencia me llevan ventaja, (por lo menos M. y Pablo).

Así también nos obligamos a pulir perfectamente los textos, e incluso, a escribir otros sobre el tema. Se me ocurre que Pablo, podría publicar además de sus poemas, el texto de Son de Noche como crónica (La grieta está que ni mandada hacer; quizá incluir fotos si Borda se avienta el tiro) y yo podría hacer la reseña literaria (Antes de que me gane Borda) y así sucesivamente, y ya digo, quien quiera hacer invitaciones y quien quiera entrarle pues bienvenido.

Cómo ven?

Digo, apenas es una tímida y mal viajada idea pero ya saben este tren en el que nos subimos todos y esta estación del Ocio.

Saludos.

viernes, 6 de junio de 2008

que trampa

jaja. sí, yo ya tengo la mía: ese mismo día estaba tan clavado que ya me la inventé:

cuando pregunta ya responde, al descubrirla no se esconde ¿qué es?.

ludus agonicus

paseando por la red de transporte público escuché: "en el agua nace y en ella se deshace; ¿qué es?." después de muchas vueltas no alcancé a responder que "la sal" era La respuesta pero el ejecicio me cayó dulce, dulce. Pense en la naturaleza de la adivinanza y pensé que sería un excelente ejercicio para nosotros, ya saben, por aquello de que lo "obvio" resulta en varias ocasiones "obtuso" y en que la síntesis y el límite (o si seguimos a aristóteles: la magnitud), son parte fundamental de todo arte. jaja. en fin, mucho blabla: La propuesta es hacer adivinanzas, (teorizar el género también, sin contar haikus, bombas y toda suerte de composiciones breves, sólo adivinanzas) una por persona. tenemos esta semana.

miércoles, 4 de junio de 2008

Espacio y tiempo.

Pregunta Mjo, y con razón, que dónde está el Aleph en mi cuento.Y eso me obliga a una aclaración. Respondo aquí porque nos incumbe a todos. Cuando el ejercicio, dije: "esa costra donde se ve pasado, presente y futuro." Pero releyéndolo me di cuenta que estaba mal. En un nota sobre su escrito Borgitos dice "lo que la eternidad es al tiempo el aleph es al espacio" De modo que A no tiene que ver con la simultaneidad sino con la ubicuidad.

Me di cuenta de esto tarde, ya Pablo y Majo estaban en planes de captar la eternidad en sus textos, de modo que no dije nada. De todos modos ¿Se puede hablar realmente de espacio sin pensar en el tiempo? El mismo Borges escribe: "vi en un traspatio de la calle Soler las mismas baldosas que hace treinta años vi en el zaguán de una casa en Frey Bentos", insertando en su epifanía aléfica, todo el tiempo, cosas remotas (pasadas) y a la vez cercanas, (presentes).

Yo quise burlarme de esa discusión filosófica profunda y elevada, con el traje de realidad virtual, parodia de la costra, que como saben, junto con el sexo virtual, no es para nada producto ficcional de una imaginación a la Verne, sino, "realidad" contemporánea. Con él se está aquí y en dondesea, como Borges en el sótano de la casa de Beatriz Viterbo, a la vez que (otra vez el tiempo) en Quéretaro y en tantas partes.

Cómo ven? nos echamos otro ejercicio sobre el verdadero Aleph espacial y no temporal? No lo creo. Pero en serio, posteen ya el otro ejercicio, les doy de aquí al viernes, o, tiránica y aborasadamente tendré que hacerlo yo mismo.

Ted, Charles, Bondy, Harvey, Oswald.

martes, 3 de junio de 2008

dedans le véritable aleph



Por increíble que parezca yo creo que hay (o que hubo) otro Aleph, yo creo que el Aleph de la calle Garay era un falso Aleph.

Viaje a Entemphul

1

Trataré de contar todo como sucedió, aunque sé que mi manía por las digresiones, mi poca fe en el tiempo y mi falta de método según estricto orden cronológico, lo harán prácticamente imposible.

Lo primero que pasó fue que llegó Estela, después de haber recibido a los invitados, y me dijo que si estaba listo.

-No, ¿para qué?
-Claramente le dije a Jacques que te avisara, ¿no te lo dijo?
- No tengo idea de lo que me hablas.

Pero claro que sabía de lo que hablaba. Estela quería que repitiera el numerito en privado, frente a sus amigos. Que ilustrara cada diminuto detalle acerca de cómo se conectaban los sensores a los glóbulos y de qué posiciones facilitaban el intercambio neuronal con la máquina.

-Pero si cualquier otro adulador lo hará gustoso, el señorito Computólogo, por ejemplo...quiensea menos yo, porque no puedo, no sé nada de eso, además debo irme temprano...
-Estela quiere que lo hagas tú.

Y eso fue todo lo que salió de la boca de Jacques. Jacques: hermoso farsante y psicólogo francés, avecindado en México diez años atrás, pero que todavía hace gárgaras con las erres y encierra las ues por pura nostalgia de su belle Paris. Quise insultarlo pero para entonces ya estaba muy ebrio y creo que fue justo después de eso que vino Estela a preguntar si estaba listo.

-No juegues conmigo, Carlos, Jacques me dijo que te había avisado y yo necesito que vayas allá y les expliques. Haz un esfuerzo, sé un poco cortés, niñito malcriado, si no, olvídate de todo esto.

Perfecta ambigüedad de las palabras; porque cuando dice “esto” sacude su mano que cruza desde su hombro desnudo hasta rozar su vientre con un gesto enfático. Esto: el dinero, la comida, la puerta al mundo glamoroso de los ricos, esto que me regala; Pero también esto-esto, porque ella piensa que para mí, su cuerpo es un lujo, que realmente disfruto pagar su mecenazgo supliendo la blandura de su marido con mi carne veinte años más joven que la suya.

-Estela, por dios, déjame en paz aunque sea esta noche.

A Estela se le suben de inmediato los colores. O se le bajan, según se vea, desde la punta tirante del vestido rojo de seda, o más arriba, desde los granitos carmesí y las venas rojizas endurecidas por el botox, más arriba aún, desde una cana enraizada en el cuero, teñida de costoso rojo cosmético conforme sale a la superficie.

Mejor no hacerla enrojecer. Además prefiero ser bueno ahora, que tener que pagar después con esos favorcitos privados que escandalizarían a cualquiera, hasta a mí, sádico y perverso ateo que se persigna ante las costumbres del sexo en el clan de los Pourreux, de doña Estela y su maridito don Manfred Pourreux.

-¿Los interrumpo? Bonsoir, Carlos...¿Cuidando a mi Estela como siempre?..Te voy a robar a mi mujer unos segundos, después puedes seguir cuidándola.

El viejo Manfred. Todo el tiempo me habla como si no supiera, como si no supiera que yo supiera que él sabe y esa continuidad desinencial de la conjugación infinita: él sabe, yo lo sé, pero pretende que no sabe para que todos parezcan saber que él no supo ni sospechó jamás. Y toda esa conjura absurda, porque de alguna forma cree que así su dignidad de cornudo no mengua. Me habla como jugando al medioevo, al cavaliere servente que tiene tácito permiso para cortejar libremente a la señora de la casa, para satisfacerla. Me habla como si en realidad él se llamara di Vecchio y mi nombre no fuera Carlos sino James y me recibiera en su casa diciendo que piacere, que molto piacere. Me mira como si aprobara, como si para él fuera un descanso de sus obligaciones maritales, como si disfrutara que yo, un niño de esperma joven, cortejara a su mujer que necesita un mozuelo que la pasee, que la llene, que la alimente.

2

El salón está abarrotado. ¿De dónde ha salido toda esta gente? Frank el psicólogo habló, en primer lugar, de las condiciones neurológicas que permiten que dos o más individuos, conectados por impulsos eléctricos compartidos, palpen y paladeen las mismas cosas simultáneamente.

El Computólogo explicó después, cómo funciona la interfaz, cómo está construido el monitor de despliegue estereoscópico, y cómo se deben colocar las lentes LCD y el traje de latex. En un arranque heroico, el señorito Computador, comenzó esa vieja misa sobre la ciencia, (que él confunde con la vulgar tecnología); dice que somos afortunados de vivir en estos tiempos, que no hay nada imposible ni inimaginable, que se puede viajar al fin del mundo sin necesidad de mover un pié, que se pueden probar los platillos más exquisitos sin tener que masticar un ápice, que se puede escribir un libro sin tener que mover un dedo. Hasta un mono podría hacerlo.

Brutal. El discurso brutal del viejo sabio computacional conmueve a todos de una manera sincera. Yo mismo me digo que es inútil tratar de igualar esa destreza histriónica y retórica. Él y no yo, él es el verdadero escritor, poseedor de imágenes perfectas, extasiadas. Termina diciendo que es gracias al traje virtual que la ciencia permite superar las barreras espacio-temporales y vivir un instante-minuto-siglo en el Tibet, en la bahía de Hudson, o en la punta de la torre Eiffel.

Esa es, por cierto, la intención del negocio. El cliente llega, solicita un escenario exótico, una fecha en el calendario (el computador de realidad virutal es capaz de reproducir el clima y pormenores exactos de cualquier fecha dada) y nombra un acompañante. Luego vienen detalles concretos, como la tersura del vestido, la intensidad de la luz solar, el sabor amargo del licor y la consistencia de la carne escogida para el almuerzo.

¿Qué hace un escritor en un negocio como éste? Yo, ya lo he dicho, estoy aquí por Estela, nada más. Gracias a Estela cobro un cheque en la nómina ficticia de la empresa. Pero mi tarea en la práctica es simple. La gente rica en este país tropical es ignorante. Su vulgaridad es inversamente proporcional al lujo de sus carros, a la obscenidad de sus cuentas bancarias. Así que cuando escogen hay que darles cierta asesoría, cosas básicas. Decirles por ejemplo, que Paris no tiene playas naturales, que Europa no es un país sino un continente.

Cuando primero me contó Manfred sobre el proyecto pensé que estaba loco. La gente con clase preferiría viajar de verdad, conocer de primera mano los museos, las tiendas del mundo.

-La gente con clase, pero aquí sólo hay gente con dinero.

Tenía razón, la clientela del negocio son sobre todo nuevos ricos, que han salido del país una vez y han sufrido tener que comer platillos malentendidos en algún restaurante, o la desesperación de sentirse perdidos por no saber cómo llegar a cualquier parte y que no arriesgarán de nuevo pasar las humillaciones propias de quien se hace entender a señas, como atávico simio.

La idea del viaje virtual además es perfecta porque en una sociedad donde los adultos juegan a tener otra vida en la red, donde los curas pueden disfrazase de putas, o donde el bobo niño nerdo alcanza el status de propietario de la corporación más importante del mundo, el sentido de qué es real y qué no lo es, se borra cada vez más con un gusto casi morboso. En una época así, donde hay quien paga por “sexo virtual” sin intercambio ni contacto real, era lógico que la mente de Manfred pensara en esta agencia de viajes Aleph.

El Computólogo acaba, se hace un silencio y llega mi turno. Sólo debo probarme el traje y demostrar cómo funciona. Estela insiste en que sea yo, porque la realidad virtual tiene dos modalidades: la telepresencia y la inmersión. En la primera quien lleva el traje es puesto en un escenario dado, Copenague, 16 de Diciembre de 1996, por ejemplo, y de inmediato empieza a tener frío, a pisar el suelo nevado de las calles, a exhalar vaho por la boca. Pero todas estas sensaciones son inducidas en un proceso que va de afuera hacia adentro: externo, ajeno, alieno y, otro sinónimo más claro: extraño.

En cambio, está otra modalidad mucho más rica: la inmersión. Aquí, es el propio cerebro el que le dice al traje qué debe sentir. El cerebro y el usuario pueden saltar de un mediodía insoportablemente caluroso en Rub-al-jalí, a una tarde fresca en la Patagonia. El problema es que sólo el cerebro que ha acumulado cierta riqueza en sensaciones, cierta erudición de los sentidos, por así decirlo, es capaz de utilizar esta versión de la máquina al máximo.

Según el Computólogo, usando esta modalidad es imposible estar en lugares en los que no se ha estado antes. Así fue como creyeron que yo había estado en Entemphul y en Galapagos, pero no es así. Mi mente, lo digo con soberbia y sin ninguna humildad, ha alcanzado el grado excelso de la imaginación. Soy capaz de crear casi cualquier circunstancia, casi cualquier situación. Así es como impresiono, una vez más, a los asistentes.

Tan pronto como la demostración termina todos quedan maravillados. Me retiro detrás de un pequeño biombo donde intento despegarme del traje. Entonces siento ese pellizco en la nalga, como sólo lo sabe dar Estela. Se disculpa frente a todos, dice que debe supervisar algunos detalles de la fiesta, y yo también me levanto y ella ríe y dice no sé que cosa y los ojos de Manfred sobre mí, cómplices, porque sabe que mis ganas lo libertan, lo aligeran de esa engorrosa tarea que para un hombre de su edad no es deleite sino fastidio.


3

Cuando llegamos al frío gélido del baño para empleados, Estela me insulta y dice que soy un imbécil, que por qué no espere un poco para no hacer nuestra partida juntos evidente, algo tan obvio, y luego dice que me calle que no quiere oírme hablar, y se ríe, y dice que en fin, que qué va, que de todos modos todo el mundo ya lo sabe, que es la envidia de Miriam grande y Miriam chica, de Betty y de Geneviève.

-Mira que tirarte a un niñito de esos, no está nada mal, ardiente, con clase..!clase, tú! si te conocieran bestia, mugre y mierda como eres...

A Estela la excita el dirty talk. Manfred y ella no tienen hijos, ella estuvo casada antes, como seguramente después, pero nunca los tendrá porque es estéril. Por eso me trata como a un hijo en la cama que necesita ser disciplinado y hay golpes y sangre.

¿Es posible violar a un hombre? Antes pensaba que no, que forzosamente había consentimiento, el miembro duro, penetrando, consciente. Pero ahora, aquí frente a Estela, como cada vez, como cada noche, yo me imagino en algún otro lugar, y pienso que si así habría sido con ella, luchando, torpe forcejeo, patadas, risas, hasta que la lucha se confunde con ganas, con sudor, con el cabello erizado, con las pupilas dilatadas, con más ganas, con mi negra piel aprensada a sus huecos blancos, con sus uñas en mi carne, rasguños, devorando.

4

El espejo húmedo de sudor, la ropa despojada, embarrada sobre el piso, los dos bultos respirando y expirando. Estoy cansado y ebrio, somnoliento. Dos puñetazos fuertes y secos sobre la puerta me despiertan. Despego el torso de Estela de mí, que me aprisiona. Busco el apagador pero me golpeo con la esquina de no sé qué mueble. Los puñetazos continúan. Tiento en mi lugar el frío del suelo hasta poder localizar la tela de mis pantalones, pero es inútil. Los golpes aumentan, alguien abre la puerta de par en par. Del cuadro de luz que deja entrar el marco de la puerta espero que se dibuje la gorda sombra de Manfred, listo para vindicar el nombre de los Pourreux. Pero en vez de eso, tres figuras espigadas con armas automáticas, vacían disparos exactos sobre Estela. Yo me quedo de pié esperando. Siento cómo cada ráfaga me penetra también, mientras el tiempo se atasca de arriba hacia abajo, inmóvil, resucitado.

Una mano gorda enciende la luz del apagador. Es Manfred. Hijos de Perra. Yo espero que me remate, que me aplaste el cráneo hasta que escupa sangre. Pero ignora mi cuerpo desnudo, se abalanza hacia las ropas de Estela y saca de su bolso de mano una llave, la guarda, sale.

5

Un mes después paso por las demediadas ruinas. El edificio está cortado, por la mitad, como en esa pintura de Brueghel de la torre de Babel. Sobre el suelo se lee en un letrero: “Aleph, agencia de viajes”. Era hermosa, debo decirlo. La estructura piramidal, terminaba en una punta chata, truncada a propósito. Entre los medios escombros se pasea un ingeniero que reparte órdenes a un par de trabajadores. Me acerco y pregunto por el futuro del inmueble. Un poco reticente, me cuenta. El Fisco había confiscado todas las propiedades de Manfred como ya sabía. Pero ahora otro gran empresario como el propio Monsieur Pourreux, – amigo íntimo de otro gran cartel, también como él, aunque esto es sólo una suposición mía – quiere conservarlo, tal cual, como fetiche, como signo y amonestación. Quizá quiera continuar la idea del restaurante, quizá también tenga planes de una agencia de viajes. Voy a contarle lo de la Agencia de Manfred pero el ingeniero me interrumpe.

–Eso de los viajes..¡ni lo dude! pase derecho y sin escalas, en avión blanco, en avión verde, en pastillitas coloradas o cómo usted quiera, seguro ya conoce el menú.

Su risa burlona me hace ver todo claramente. Nihil novum sub sole. Para viajar al fin del mundo no hay necesidad de franquear las cuatro paredes de una oficina miserable, como Pessoa; ni salir del estanque de unas ranas miedosas como Sócrates; ni siquiera se necesita un estúpido traje de latex, ni un monitor de despliegue estereoscópico, como creía el Computólogo. Basta con poco de opio y un buen libro, como de Quincey. O sin la droga y con sólo el vademécum como J. L. B. que no necesitaba de opio, ni de traje, pero que, con todo, siempre se perdió de Estela, bellísima Estela.

domingo, 1 de junio de 2008

Un aleph

Un aleph soy yo.

Lo cual resulta incómodo para quienes creen en cierto tipo de culebras mordiéndose la cola, Bergson, grietas, dios, o cosas así por el estilo.

Justo ayer lo comprobaba (nuevamente). Paseaba por el jardín central cuando al dar un paso hacia al frente, así como se hace al caminar, me sucedió la conciencia aglomerada del paso no dado aún, el que iba dándose y el precedente.

Debido a ese tipo de sucesos me imagino como una grieta: única posible para la intersección --si se puede hablar así con tanta ligereza y falta de perspectiva-- de nuestros inventos cronoterrestresolares tan prometedores; y todo lo demás. Por así decirlo, como un hoyo negro contenido en un saco de huesos que a su vez, cumple la tarea de un prisma en el cual se difractan los tiempos.

Y a decir verdad, no se les puede controlar. Son como mariposas, imposibles de manipular o manosear sin suponer un "detenimiento". Por ello sólo se les analiza muertas, o suspendidos, según sea el caso. Siempre están ahí tendidos, distendiéndose, contendiéndose, confundidos en la majestuosa estructura que nos da la gracia de contener la memoria, el deseo y la experiencia, sea en su presentación individual, sea en su colectiva. Pero siempre nos falta el hábito de vernos viéndonos ver.

El dilema: nos sobra la manía de atribución. Y entonces ahí nos vemos inventando grietas a las cuales prestar el atributo que tanto nos "excede". Así de obtusos somos, lo suficiente como para no aceptar que tal amalgamiento, aparentemente fortuito, se da sólo en la conciencia: lo mismo en el sueño que en la vigilia.

A lo cual podrían decir que un ser humano es incapaz de contener en sí todas las experiencias, todos los tiempos, el devenir en sí mismo consumado y en movimiento. A lo cual objeto que ni aun encontrara un ser humano la grieta dichosa, podría comprender lo ahí visto sino lo hubiese intentado ya consigo mismo.

A lo cual podrían decir que lo individual no es equiparable con La Historia. A lo cual podríamos seguir debatiendo y una aporía tremenda se nos echaría a las espaldas.

Como quiera no creo en la Historia. Es un mero cuento chino para sostener que nada se nos pasa de largo. Pero sí creo en los cuentos, sobre todo en la ficción, únicos topoi donde un aleph se juega a sí mismo los retos debidos.

Antes que otra cosa: la omniprescencia. Lo cual permite, sea inventándose un objeto con tal atributo, sea postulando al narrador como el atributo mismo, jugar con el tiempo hasta desaparecerlo. Luego está el drama (o como se prefiera llamarlo): el cual permite sentar en un sujeto, de manera conciente, su situación de punto en el devenir. Siempre atado al pasado, consumiéndose en el presente, soñando con el futuro. También está la intemporalidad como objetivo estilístico: nada de nombres específicos, lugares, épocas que puedan; mérito que tanto conflictúa a los que antes de leer el hecho se proponen el estudio cultural y defienden al contexto como punto de partida.

Pero bueno, esos son vicios que ahora no nos incumben. Por lo pronto queda claro que para la ficción forjada a partir del reto, la Historia no cuenta, vale la realidad. Todo aleph que tome la potestad de su atributo, habrá de lograr manifestar su cualidad de grieta, de un vivenciador de mariposas que, antes de matarlas, va apreciando los aleteos, intercalando entre ellos lo que fue y lo que será, para él, la mariposa misma, y el mundo que a ambos los contiene.

Pero lo mismo son lugares (y tiempo), los cuentos, digo. Como éste por ejemplo, en el cual se pueden advertir dos cosas. Por una parte, que estoy sujeta a mi tiempo y por otra, que tal tiempo es todos a la vez, acuñados en mí palabra, aglomerados, confundidos e infinitos en mi memoria.

miércoles, 28 de mayo de 2008

Pagando deudas

Mi ética indica que si espero que lean mi nuevo texto, lo mínimo que les debo son mis comentarios atrasados:

Lorenza, por fin sparagmosée su texto. Pase usted a ver mis sádicas disecciones y contribuciones. Perdone la tardanza pero primero usted, yo y el teléfono. Luego este ímpetu egoísta de la pluma propia. Luego cocinar, el trabajo y esas mundaneidades.

Qué horror, ya me tienen hablando de usted.

(Ves Pablo, no es necesario ser erudito en un tema para jugar –yo cachondeo con el latín de estos letreros queridísimos y admirados-, anímate: cualquier crítica es válida si sabes sostenerla ¿o acaso todos los lectores deberían de estudiar letras? ¡Qué triste mundo sería! )

Espero comentar mañana los de Pablo y pagar mi deuda con Karlik y su primer hijo (los mentados puntos tan prometidos; pero no te puedes quejar, a lo que has subido aquí le he puesto toda mi atención).

*Oigan, mi último post (“Nada que declarar”) corresponde al segundo ejercicio, pero está abierto al sparagmos también, si quieren complacerme con la atención debida al primero (que no entregué…mala niña que soy)

Solicitud de permiso

No lo hemos hablado pero ¿alguien está en contra de invitar lectores?

Quisiera pasarle el link a varios amigos pero creí prudente ver si todos están de acuerdo con ello. Sé que internet es casi sinónimo de compartir pero no está de más tomar en cuenta sus sentimientos puesto que los estimo (y sé que ustedes a mí, jejeje).

Espero su respuesta.

MJ

Nada que declarar.

Las puertas de vidrio se abren. Se cierran. M. sostiene el letrero con ambas manos, lo pega al pecho como si el nombre escrito con plumón indeleble fuera capaz de darle un abrazo. Llegará, no está segura de ello. Sus pupilas se dilatan con cada destello del semáforo de la aduana. Sonríe; la curva parece tan natural en su rostro como la vereda de sus arrugas, ésas que cuentan saludos, despedidas, días enteros de cemento y pensamiento, tazas de historia bebidas con la paciencia constante de un par de manecillas de reloj; el transcurrir de una vida sinuosa escrito en líneas rectas sobre un rostro. La sonrisa, en cambio, es muda, de un silencio detenido, tranquilo. No queda nada por decir. Sus rodillas tiemblan en reclamo del tiempo invertido en estar de pie sobre una terca esperanza. Las tranquiliza: no importa si llega o no. Ahora lo sabe.


En el aeropuerto hay, diariamente, entradas y salidas de todos los tipos: llegadas de buenas ideas, partidas de relaciones; retrasos de pagos registrados en gestos, cancelaciones de sueños programados para salir de la sala seis. Lo aprendido en nuestros tiernos años de primaria fue un engaño: la tierra no se mueve conforme a las manecillas del reloj y sobre su propio eje, no hay tal cosa como la rotación: el mundo transita por pasillos y rostros, pide permisos para recorrer pistas; las nacionalidades, por otro lado, se definen por estados de ánimo, y el movimiento de placas tectónicas es tan inestable como la reasignación de salas para los vuelos. Éste es el único territorio vértice que existe, un no-lugar en el que todo pierde su nombre y goza con la resignificación. Todo el que sale por una de estas puertas, por cualquiera de estos gusanos, jamás volverá. Detrás de las puertas de llegada, todo abrazo de bienvenida es el comienzo de un re-conocimiento (en el mejor de los casos). El aeropuerto es el punto de encuentro de todos los destinos. Los de llegada y los de partida. Los de la espera contínua también.


De pronto el hombro de un hombre, distraído (o no tanto), derrumba su meditación y tira el letrero de sus manos, caen con él los papeles que hay detrás: ensayos y trazos de plumón rojo tapizan el suelo. Las rodillas de él y de M. se doblan a cuatro tiempos, casi chocan, pero logran aterrizar en el suelo, en pistas paralelas. Él levanta los ojos para mirarla, no la encuentra. Ella recoge frenéticamente sus papeles, sus ojos atrapados entre dos cejas pobladísimas de insatisfacciones que aún no han sucedido, cejas concentradas en un ceño fruncido como los vestidos de smog que usaba de pequeña, en esas fiestas en que M. abría su vestido como Marilyn Monroe sobre la rejilla de viento con tal de acaparar una mayor cantidad de dulces, aunque entonces M. no supiera quién era Marilyn Monroe, aunque después ni siquiera se comiera los dulces. Él busca sus ojos, ella lo esquiva girando la cabeza; ahora ella lo mira de reojo pero él ya está tímidamente disperso. En ese juego de miradas alternadas pasan dos minutos de tartamudeos, intentos de reclamo contra intentos de conquista disfrazada de disculpa y curiosidad. ¿De qué son todos estos papeles?¿Qué piensa este imbécil que no mide ni sus pasos? ¿A qué se dedica? Seguro mientras arreglo este desorden se abren las puertas, llega por fin, no me ve y se pasa de largo. Seguro. Él le mira el cabello (ya que el rostro le está negado), lo lleva amarrado en una coleta, perfectamente alaciada; en los oídos, perlas. De pronto coinciden. Ella no quería pero se miran. Rápidamente cambia la sorpresa del encuentro por una demostración severa de cuán molesta está por la torpeza de este…este…macho (olvida que ella es hembra). Él quiere preguntarle su nombre, qué carrera estudia, a quién espera. Ya con los papeles tras uno de sus brazos (olvida poner el letrero al frente), alisa su saco de gamuza y pone cara de dignidad exagerada. Derechísima se dispone a darle su nombre: “M…” Tres campanadas atonales. “Se les informa que el vuelo 242 de Aerorero tiene un retraso de algunos minutos. Para mayor información, favor de presentarse en el mostrador de la aerolínea en la terminal 2. En Aerorero estamos para servirle.” “Si me disculpas, la persona a la que espero viene en ese vuelo. Por suerte no llegó mientras recogíamos este reguero, así que supongo que debo darte las gracias: Gracias.” Y le regala la única sonrisa disponible para esa tarde. Sarcástica, por supuesto. La mujercita gira sobre su propio eje y camina hacia la terminal 2. Él se queda con los ojos vacíos, atorado entre las pestañas un signo de interrogación. En ese instante M. siente contonearse con uno de los vestidos estampados de su infancia, con alas de tela voltea un segundo, sólo con la cabeza, “Mucho gusto.” Ésta vez su sonrisa es genuina.


Contra la columna redondeada reposa una mujer de rostro canela en su mediana edad, siente el brazo cansado de tanto estirarlo y guardarlo, a veces con un poco de cambio que echa al mandil, a veces vacío. Fuera de ese movimiento de palanca mecánica, la mujer es un bulto vestido con telas percudidas por la espera y el polvo acumulado de los que vienen para partir, no como ella que pide ayuda para poder quedarse. M. lleva tres horas sosteniendo el letrero junto de ella. Siente cómo la sangre abandona su brazo derecho hasta dejarlo vacío, dormido, casi muerto. Pensar que había tanto que hacer en la oficina, pero qué importa, ya alguien cubrirá sus labores, como si ella fuera indispensable… mejor salir, dejar todo para esperar, sin importar cuánto tiempo le tome. Jamás había vivido un aeropuerto tan atascado. Cuando viaja suele escoger vuelos a la mitad de la madrugada para poder llegar lo más fachosa posible y dormir un poco en alguna banca tras registrarse en el mostrador de la aerolínea correspondiente. En el fondo siempre soñó con vagabundear. Esos breves lapsos de espera antes del alba le permiten imaginar lo que sería despertar a una vida que no esté trazada con escuadras ni sostenida por chinchetas. Pero hoy sabía que tenia que esperarla a ella, aún en medio del monstruo de la muchedumbre, de su marea confusa. Pareciera que la mitad del mundo decidió llevar su rutina a otro territorio, mientras que la mitad restante goza con la anticipación del regreso y una bienvenida de fuego artificial, de esas que explotan en luces de colores para desvanecerse en un instante. Entre quienes están en la sala de llegadas, muchos sostienen letreros, aunque ninguno con el mismo nombre que el de ella. Aún así teme que ella salga por una de las puertas, no vea su pequeño pedazo de cartulina blanca y pase de largo (sería tan normal, tan ella), por eso estira el pesado letrero sobre de todas las cabezas. Quisiera gritar su nombre pero en cuanto lo intenta se da cuenta de que no lo recuerda. El océano de gente sudorosa la hace oscilar como péndulo de hilo desguanzado, obedeciendo a un compás irregular. Su cadera le sirve de apoyo al muslo del hombre de junto, su codo se entierra en las costillas de una rockera estilo ochentas, de pelo grasoso y bisutería barata en el estampado de la playera. Ve salir de las puertas de cristal a un, dos, cinco, incontables hombres de negocios, diferenciables sólo por el modelo de corbata, si la mancharon durante el vuelo o no, o por el humor que les dejó la sonrisa de azafata combinada con la selección de películas para el vuelo de su elección. Se abren las puertas. Se cierran. A veces son tres simultáneas, a veces es una. Camina a través de una de ellas una muchacha con aretes de perla y pañalera al hombro, empuja una carreola en colores pastel, lleva el pelo en una coleta alaciada y sonríe pacíficamente. De pronto la rockera hace un movimiento conciertezco y acierta en ensartar una de sus enormes arracadas de estrella en el pelo suelto y un poco enmarañado de M. Antes de discutir una estrategia para solucionarlo, ambas se resisten a la idea de estar unidas, aunque sea por un pelo, y forcejean y se lastiman y chillan histéricas en dos timbres diferentes de voz. La mujer recargada contra la columna saca las manos del mandil y se tapa los oídos, es la primera vez en el día que sus ojos expresan algo y es fastidio, como cuando un perro escucha el sonido ultrasónico producido por el aparatito en que un vecino sádico invirtió su quincena. Por fin deciden hacer uso de la herramienta diplomática de las palabras y, amablemente, M. le pide a la rockera que siga sus indicaciones. Ambas rememoran el tiempo en que jugaban doctor nudos y, tras una serie de movimientos casi acrobáticos terminan por echar mierda de la ineficiencia de las aerolíneas en el mismo tono de voz. De la nada un par de manos cubre los ojos de la, ahora amabilísima, rockera. Ésta se libera del misterio para colgársele como orangután a un tipo flaco de lentes circulares y saco de motita, parece estar feliz de verla. M. suspira y estira la mano derecha con el letrero, una vez más. La mujer de la columna ríe: M. no sabe que ésta vez muestra el letrero al revés.


“¿De dónde vienes?” “Disculpa, ¿me puedes decir de dónde vienes?” “¿En qué vuelo venías?” Hasta que, harta de no recibir una respuesta y casi sorprendida de sí misma, pone un grillete sobre del brazo de una mujer cincuentona. “Oiga”, la mujer desorbita los ojos a propósito, con una mezcla de miedo e indignación ante la muchachita desarreglada que le sostiene el brazo; pero los ojos de M. son como dos reflectores de luz negra, dos profundos encuentros desafiantes en un rostro adolescente, la mujer se relaja (M. también, puesto que ya tiene su atención). “Necesito saber de qué vuelo viene porque estoy esperando a alguien y desperté con el presentimiento de que no llegaría en el vuelo que le correspondía, pero, bueno, eso no le incumbe. ¿En qué aerolínea llegó usted, de dónde viene?” La mujer suelta discreta pero violentamente su brazo de la mano de la muchacha, sacude la muñeca y tintinean sus pulseras circulares, rígidas, de catorce quilates. Su respuesta no significa nada para M. Entonces la mujer sigue caminando. Junto a M. un joven con playera del equipo de futbol nacional aclara la garganta. Claramente quiere ser notado. “¿Qué quieres?” “¿Sigues esperándola?” M. asiente en silencio. El letrero cuelga de su mano izquierda, a unos pocos centímetros del suelo. El joven ve cómo M. aprieta los puños. Él pone una mano sobre su hombro y calla. El reloj marca las doce. La mujer de la columna intenta acallar el llanto de su bebé con una teta lechosa en la boca. Canta una canción de cuna en un dialecto de palabras suaves, maternales, de ésas que sólo pueden pronunciarse cuando dos cuerpos laten a un mismo compás. Aprieta un bultito enrebozado contra su pecho, hunde la cabeza entre los hilos de colores y se pierde en una tormenta de besos.
Se acerca un viejo con bigote empolvado y camisa de cuadros, tarda en llegar hasta donde están M. y el muchacho, su paso es lento, su mirada firme. “La vi pasar. Varias veces. El día de hoy, porque ayer pasó sólo una vez.” Presiente una lágrima en el rostro de M., así que guarda silencio y se detiene detrás de ellos, mirando hacia las puertas de vidrio. Las puertas se abren. Se cierran. A veces dos, a veces ninguna de ellas. El semáforo se tiñe de rojo y esa dificultad invita a M. a pensar que por fin ha llegado, que sólo es cuestión de esperar a que vacíe sus maletas, de por sí vacías, sobre el metal helado, las vuelva a cerrar y, por fin, la vea cruzar por una de las puertas traslúcidas. Aunque no sepa qué haría en ese caso. El viejo sonríe con la sabiduría de una vida. Nunca la verá atravesar esas puertas. No mientras tenga un letrero entre manos. Pero él permanece ahí y espera junto con ella.


Son las doce, dice para sí misma mientras apoya una de sus manos en la cintura. Deja que las palabras escapen levemente de sus labios porque sabe lo sexy que puede ser un ligero mohin en la boca, aunque sea simulado. Ese trajeadito de allá no está nada mal; nota un llavero BMW entre sus dedos y “sin darse cuenta” se deja caer lentamente contra la columna, curveando la cadera lo más posible al exterior. Poco le importa el anillo en la mano contraria, como francotirador profesional centra su objetivo entre los círculos de iris y pupila y concentra toda la energía de su pelvis en dos ojos peinados con rímel del más alto calibre. Tirará a matar. Sabe que si su mirada es lo suficientemente fuerte, a él le tomará menos de diez segundos voltear. 10…9… Claro que quiere ayuda, con todas las compras que debe de traer en esas maletas…8…7…en un mundo perfecto como el de él, nadie presentiría siquiera el láser que precede el tiro de una .45, demasiada paz, demasiado…Carajo, me distraje. Démosle otra oportunidad: 10…9…El hombre comienza a avanzar, sigue a la caravana de maletas y bolsas amontonadas en un carrito de metal. De pronto M. siente tremendo empujón desde atrás, una cabeza se le encaja a la mitad de las nalgas, como un tricératops desbocado de pura juventud. Se le enredan los tacones y la cadera ejecuta una pirueta tan espectacular que si algún dueño de circo hubiera estado ahí cerca, la hubiera contratado para un acto especial: ¡La dama saltimbanqui, señoras y señores! ¡Su traje dos tallas menor y los pellejos desbordantes no le impiden dar saltos mortales sobre tacones de once centímetros! ¡Pase, pase, sorpréndase! La hubieran contratado de no ser porque el impulso fue mayor que el equilibrio adquirido con años de práctica en la tortura puntiaguda que algunos llaman zapatos y la mujer, elegancia y todo, fue a dar de bruces contra el piso de mármol helado y sin glamour. “Señorita Esmid, favor de presentarse al área de migración. Please Ms. Smith, present yourself in the migration area.” Los reflejos felinos no le alcanzan para levantarse antes de que unos pubertos a dos metros de ella estallen en risotadas y dedos apuntadores. Pero con la ferocidad de un puma al acecho, sus ojos se abalanzan sobre la pequeña de piel canela que ríe por verla ahí tirada. No le preocupa mucho. Ella logró escapar, no ser la siguiente en perseguir a los demás. “¡Las trais!”, grita emocionada, como si nada hubiera pasado. M., para levantarse, apoya una mano en el suelo, mientras con la otra recoge el letrero que flojamente ha colgado delante de sí misma durante los últimos cuarenta y cinco minutos. En ese preciso instante M. recuerda a su presa potencial y voltea hacia las puertas de cristal, al mismo tiempo que sacude el polvo de su falda negra satinada. Él ya no está. M. azota el tacón contra el suelo en el gesto más espontáneo que ha tenido desde su despertar. Voltea entonces hacia la pequeña risa detrás de ella, vestida de manta bordada con flores y ninguna vergüenza por su salvaje brusquedad. “Escuincla estúpida. Muerta de hambre.” Dice en voz baja. La costumbre hace que esas palabras también escapen levemente entre sus labios, aunque esta vez su gesto parece, más que un mohín, un hocico digno de bozal. El burócrata parado junto de M., algo asustado, se ajusta los lentes empañados un poco más arriba de la nariz y, con ridícula discreción, se aleja un paso de ella. Aún riendo, la niña de rostro color canela corre lejos de la columna redondeada. Entonces M. no sabe sino girar sobre sus talones, en una mezcla de resignación y furia, estira la mano con desgana y pone de nuevo el letrero con plumón indeleble al frente de ella, a la altura de sus ojos.
Las puertas se abren, se cierran. A veces sale una familia, a veces una mujer sola, como esa vieja enjuta de sonrisa complacida, encorvada, sin una sola maleta, vestida con un sweater color arena y los ojos brillosos de una quinceañera. Las puertas se abren, se cierran. La anciana y muchos otros salían, los semaforos cambiaban del verde al rojo, del rojo al verde. Pero nunca ella. Y el maldito letrero deslabándose del calor infernal que tiene a M. manchando su blusa sintética de sudor en las axilas. Sabía que no llegaría. Nunca ha podido confiar en ella. El reloj marca las doce. M. sostiene el letrero por debajo de la altura de sus ojos, lo pone frente al pecho, como criminal posando para la foto. Pasa gente que le parece conocida. M. no saluda a nadie. Sus ojos registran a los presentes en busca de posibles presas. De entre los cristales, sale un hombre sin maletas, M. lo ve cargar algo parecido a una tabla rectangular, casi de la estatura de su cuerpo; parece que le cuesta trabajo maniobrar entre la gente, la carga con sumo cuidado. M. se olvida del letrero un momento, la vista se le pierde entre las puertas traslucidas. El hombre camina hacia ella y deposita su enorme rectángulo en el suelo, lo levanta con cuidado, esta vez lo carga del lado contrario. M. deja escapar un grito agudísimo pero lo asfixia al momento. El rectángulo opaco se ha convertido en un espejo y M. ha visto lo peor en él: su primera arruga, justo en el marco de su mohín estratégico.


Aún con las luces del pasillo encendidas, se siente dentro del aeropuerto la oscuridad del exterior. Quedan pocas siluetas esperando frente al reloj del área de llegadas. Las puertas se abren, se cierran, sólo que ahora con menos frecuencia que durante el día. Una cada diez minutos quizás. M. sostiene el letrero bajo el brazo cubierto de estambre color arena. Mientras se abre una de las puertas ella ahoga un bostezo, sus ojos pesan con la dulzura del sueño anticipado; los pliegues del sueño se confunden con sus arrugas. Podría contar una historia por cada línea de su rostro. Con los ojos cerrados, escucha el paso de unos huaraches de piel que aún huele a animal de rancho. Abre los ojos. Frente a ella, inmóvil, una jóven con falda de manta y rostro canela sonríe con la frescura del medio día. “¿A quién esperas?” M. deja que su rostro se recupere tranquilamente tras el bostezo, mira a la joven, se admira de lo hermosa que es y saca del costado el demacrado letrero. M. se lo muestra y sonrié con dulzura al mismo tiempo que alza los hombros. “No es importante.” Ambas sonríen. En ese momento el reloj marca las doce.


Son las ocho de la mañana, la fila de toda aerolínea es más larga que el camino al destino más cercano. Las máquinas de café resuellan como caballos de aliento húmedo y brioso. El mundo transita sobre la alfombra recién aspirada, cientos de letreros conducen a hombres, mujeres y niños por su camino. Algunos destinos cambian de sala de partida. Al fondo pueden escucharse gigantes metálicos realizando el prodigio de flotar sobre el suelo. Y a pesar de ello nadie se maravilla. Miles de rostros transitan codo a codo, ojo a ojo, talón por talón desgastando el frío mármol del pasillo principal del aeropuerto. Bajo los pies de la muchedumbre, un pedazo de cartulina blanca se pasea entre tenis y mocasines, de vez en cuando un niño lo patea hacia cualquier lado; sobre de él parece estar escrito un nombre, con letras de marcador, pero el polvo y el paso indetenible de los hombres vuelven imposible saber cuál es.

lunes, 26 de mayo de 2008

Será el viernes . . .YA NO

Bueno pues lo que está debajo se anula y resulta que el doctor canceló el viernes. jajaja. Pero bueno, Oswaldu tampoco podía el sábado entonces lo más probable es que haya de esperar. También estoy dispuesto a las propuestas de los demás.

Entrada Original:
Sí, será el viernes. Los doctores siempre podrán cambiarla, claro, pero pues supuestamente así será. Entonces creo que el sábado se me complicará. ¿Qué tal una tarde en la semana? ¿Ya sea ésta o la que viene?

M.J.: No es indiscreción . . . sólo una taquicardia ventricular, nada grave. De faltarle a mi corazón, pues no sé . . . no sé . . . . . . Tal vez somos como Federico, un pulso herido.

Pero en fin, salgo el mismo sábado, pero pues no sé a qué hora y seguro algo traqueteado.

Saludos!

jueves, 22 de mayo de 2008

Pendientes

No me gusta esto del formato del Blog porque se quedan cosas en el tintero:

1. Qué pues, marijó, con lo del cuchillo? Bueno con el filo? Bueno qué pues, todos? Bajo el post... ya que no hay ánimo...

2. Qué pues con la invitación que nos hizo a todos Pablo? Señores no sean descorteses. Bajo el post Vicente mío.

3. Y qué pues con el Tibet? Bueno eso sí la verdad no me interesa mucho.

4. Qué con la fecha límite? Según sé algunos miembros ya tienen planos trazados de secciones áureas para sus fotos sobre el alef y escaletas precisas, con dibujado de carácteres y toda la cosa para su cuento. Yo digo que sí pongamos fecha (aunque nadie la cumpla) porque si no, nos da Enero y que este sea un blog de un, y sólo un ejercicio anual, me suena a Hacienda (maldita formación contable) y pues mejor darle velocidad porque seguro todos tienen ejercicios en mente que ya quieren proponer, yo tengo dos que ya se me cuecen, cocen, queman las habas que por cierto dejé en la estufa....

Tchau.

miércoles, 21 de mayo de 2008

Van dos breves . . .

Tendida
Pocas las veces que al regresar a mi cama la encuentro tendida.
Dejó una marca a su salida.
La olfateo, me pregunto si el rastro de presencia intuido,
Su ausencia,
Confirmará esta vez su existencia,
Si la proyectará a futuro.
Otras más: su cabello y dorado espiral,
Sobre la sábana y abajo de la almohada -
En la alfombra.
Tiendo hacia ella y me contesta.
Pocas las veces que al regresar a mi cama la encuentro tendida.
La tendió en la mañana.
Reminiscencia de una sonrisa -esta vez sugiere, no cuestiona.
Yo concedo y repito en voz alta:

"Pocas las veces que al regresar a mi cama la encuentro tendida".

Y ella juega y me pide que no la llame de usted.
Me tiendo a mi vez sobre ella.
Pocas las veces que al regresar a mi cama he de des-tenderla.
Olerla tan fresca.
El momento extiende junto con mi pierna,
Se entrelazan por debajo de la colcha.
¡Fortuna esta noche al regresar a mi cama encontrarla extendida!
De ella una estela tras su partida.

Fotografía
Registra su ausencia sobre el mostrador de la aerolínea.
Jamás olvidaré cómo viene vestida:
Pendientes de plata en rombo arabesco
Rizos sujetos al reverso
Playera turquesa con ilustración de ensueño
Pantalones de mezclilla
Y unas chanclas que, a excepción de dos líneas,
descubren sus pies de talón a dedos.

Registra su ausencia sobre el mostrador de la aerolínea.

Sería una bella fotografía
Pero yo no soy quien viaja
Por lo cual no traigo cámara
(Aunque sí otras formas de retratarla . . .
estratagemas para a la distancia evocarla).

Registra su ausencia sobre el mostrador de la aerolínea
(Lo recuerdo días después ya sin ella, en mi oficina).

martes, 20 de mayo de 2008

Creative Commons

Tengo que felicitar al que haya puesto el logo de CreativeCommons. Sospecho que fue Pablo. ¡Enhorabuena! (Aunque sostengo que no nos "protege", al menos definimos cómo queremos posicionarnos)

domingo, 18 de mayo de 2008

Éntrenle colegas...

Más allá de la voz

Voy a contar esto bajo el orden cuadrangular de la mirada, para que Ella, pueda comprenderlo algún día:

Escena 1:

Ella duerme entre él y el radio, el bulto en el área izquierda del colchón y sobre el buró, el telégrafo sin cables. Éste, además de cumplir la función de despertador, es como un loro que distiende los monólogos, fauna oportunísima para sublimar los deseos. Pues no bastaba ya la proximidad de los cuerpos, la cohabitación anímica, hacia falta una respuesta, siempre una respuesta, una simple y sencilla confirmación sonora de pelota de ping-pong.

—No tiene caso, nunca dejarás de posar tus pechos sobre mí sin decir una sola palabra—le decía mientras acariciaba su espalda acompañada por Pastorius, y después por Coltrane.

—¿Y Mingus?, y la radio nunca contestaba.

Ya para esas horas los ronquidos eran gárgara a través de los acordes, pistones carburando una chispa onírica. Lo mismo daba si dormía, el aparato nada significaba para ella, las cursilerías de algunos programas, el academicismo de las voces matutinas, el mecánico sonsonete de la alarma.
Y no sólo ahí, en la alcoba, los oboes eran no otra cosa que lustroso escenario, siempre como un colmo de imágenes que aligeraba el silencio, (también para él, acostumbrado ya a la sinestesia).

Pero siempre el mal sabor del ojo: verla ahí en su néctar de guanábana madura, para después llegar al agrio sabor de los huesillos cuando se les muerde; saber que sólo habían impreso huella sus manos y quizá algo parecido a una sordina cansada; que antes de conmoverla había aprendido a esculpirla, que si podía presumir de cierto lirismo, sólo podría hablar, en ese momento, de aquello que emulaba su nariz respingada sobre la almohada.

Escena 2:

La alarma lo despierta. Él a ella con las ventosas del habla sobre el cuello y los hombros. Davis yBrubeck preceden al noticiero. Irrumpen las batallas del territorio, las marítimas, las comerciales, las filosóficas, todas concatenadas por un discurso unilateral, como el suyo, que nunca recibiría un “hemos escuchado su opinión, mire, creemos que las cosas son así, usted sabe a qué nos referimos” o simplemente un “te escucho”. Las noticias amenazan y a manera de corolario, una gimnopedia desnuda el baile de los pugilistas.

Ella despierta y saluda al día con las manos, como decorando el silencio con capullos que se abren y cierran. Siempre capturando las noticias y hechizando el ambiente con reminiscencias de la jones y susunshine. Y era tal su agilidad, que apenas una molestia impulsaba desde el húmero un índice definitivo, ya el puño condescendía a ocultarlo, ya el pulgar invitaba a las falanges a suavizar el gesto pendiente en el aire, ya el seño sugería una furia y entonces se veía las manos arrepentida, sin poder gritar. Y a él correpondía un Wagner introducido por la voz monótona y gangosa del locutor: Parsifal, como en la Patagonia, abría aquí un discurso iniciático: que a Debussy le gustaba y que a Nietszsche no, sí, pero además, que ella guardaba un secreto más allá de la voz y que aun era tiempo en que mataba cisnes indiferente a sus virtudes.

Escena 3:

Sobre la mesa de la alcoba una caja de cereal inflado. Ella nunca gritaría: se acercó al aparato para descifrar en sus bocinas una huella, los números fluorescentes, los puntos intermitentes del reloj digital, una presencia que suponía siempre ahí y que encontraba sin siquiera poder percibirla.

—No tiene caso, nunca dejarás de posar tus pechos sobre la radio sin decir una sola palabra, atinando con la perilla, de manera mágica e indescifrable, en la estación oportuna—le decía observando su espalda desde la mesa mientras sumergía la cuchara en el tazón, acompañado por Pastorius, y después por Coltrane.

—¿Y Mingus?, y nunca contestaba.

Ella, sigilosa como si se escuchara, vuelve a las sábanas para dormir. Lanza con la mano un beso a la fauce bajo su nariz aguileña y cambia de estación, atinando con bálsamo nuevamente.

—Siempre tu mano escultora como una curación para mi llanto de clavecín—le dice ahora sin esperar nada a cambio y escuchando, solitario en los oídos como siempre, duerme duerme negrito, que tu mama está en el campo, negrito...

martes, 13 de mayo de 2008

XHGC al servicio de la comunidad

¿Oigan y Marijó?

Saludes Marijoe.

Ejercicio 2. Oremos al señor para que tenga más éxito que el 1

Sencillito: el alef. Una grieta una costra, en la que se ve pasado presente y futuro. ¿Cómo contarlo? Conocemos la solución del viejito raboverde Borges en casa de Estela y el hermano celoso burlándose del ridículo bulto en el suelo... Lorenza decía que ella no lo contaría desde ningún personaje sino desde la grieta misma (reto técnico y narrativo). Bordo decía que él como algo terrible y ominoso que por miedo, el que lo encuentra no lo cuenta. Escojan estos puntos de vista o los que quieran. También el género, cuento, guión, poema, foto...minificción: Cuando despertó, el alef seguía ahí comiéndoselo. Quieren poner fecha límite? No lo creo. Oremos hermanos al señor...

viernes, 9 de mayo de 2008

Vicente Mío

Hola Vicente.
Soy yo, tú,
el otro también.

Ya no traigo paracaídas, Vicente,
y no es que haya perdido el miedo a la caída.

Me conoces, ya muerto.
Te extraño, como sentimiento.

¿Vicente? ¿Me escuchas?
¿Perezco? ¿Mi voz?
¿Altazor?

Ni rosa ni un paso atrás: Azucena;
pienso mejor en frutas,

ya no flores,
ya no llores . . .
Sobre mí sitúo la mirada.

¡Ya no! Lloro.

Contigo bajo tierra
charlo.

Molino de tiempo
por tu viento.

Platico de nuevo
-no te agobies,
no te olvido . . .

jueves, 8 de mayo de 2008

A falta de evohé...

De la charla de ayer, de lo que escuché sobre nuevo historicismo que no entiendo:

Premisas:

1. La Medea de Eurípides es así y sólo así porque está escrita en ese preciso marco histórico (determinismo a la Marx? A la Hobbes?)

2. Pero Eurípides, autor, no cuenta (Barthes, Degré zéro de l’écriture?)

Entonces,

Inducción: bárbaros (Medea) contra griegos (Jasón) pero la Medea es de Eurípides no de Esquilo (no hay tal marco, en todo caso, atenienses, contra pelopo-necios y dónde quedan los abuelitos de Alejandro?)

Deducción: exilio( Eurípides en la corte de Macedonia) conflicto individuo Polis (Anaxágoras, pensamiento radical versus Pericles) pero dijimos que Eurípides no cuenta.. que alguien me explique... Crítica a la ochlogarquía? Reivindicación de la bruja? “personajes más humanos” como dice Reyes Hay un guiño a la relación Aspasia y Perícles? Pero claro todo esto es im-probable y chismerío de vecindad... y de nuevo qué tiene que decir el historicismo a todo esto?

4. Y la Medea de Passolini... es así por el fascismo? (v. g. Saló) je ne trouve aucune relation.

martes, 29 de abril de 2008

Ya que no hay ánimo

Ya que no les veo ánimo de Penteo, espero les salga su Bacante interna y se diviertan despedazando el texto, despedacen por favor, a gusto y a volonté... No digan que les gusta o que no les gusta, sino despedacen y desmenucen:
Fábula de la que nunca acaba.

Quería empezar un cuento, escribir deslizando las teclas como mantequilla. Hoy por fin, tenía el comienzo:

Compartían la manía de nunca acabar. Como otros cuando gustan de hincar mordiscos nerviosos a las puntas de las uñas, o de hurgar en la nariz, ella alimentaba su hábito sin remordimientos.

La mesa de la cocina salpicada de panes mordidos en la orilla y dejados a medias, el librero de la sala adornado de libros con separadores a mitad y con páginas nunca leídas, el cuarto atascado de proyectos inconclusos, de sueños fracturados.

Era algo que aceptaba, preguntándose a veces por qué sería así, pero sin que le molestara en realidad. Creía que era un rasgo y nada más, como las que tenían el cabello claro, o la mirada despistada; algo que la hacía única y verdadera. A veces le había servido incluso para coquetear, para ganar alguna simpatía, algunos ojos húmedos de deseo.

Tampoco en la agencia le había traído problemas. Su jefe la toleraba porque su gran creatividad e inventiva suplían su falta de constancia. Había sido precisamente ella la que tuvo esa idea para el comercial de sopa instantánea y fue también ella quien sugirió el helicóptero con la lluvia de publicidad en el estadio, papeletas moteadas cayendo del cielo, como copos de nieve; la gente estirando al máximo los brazos flexibles para atrapar, con saltos y sonrisas ansiosas.

Tenía el trabajo perfecto para su carácter. Los abogados deben ser firmes, embusteros, los médicos fríos, sensatos, los publicistas dispersos, entusiastas de todo y finalistas de nada. El problema era ahora que quería ponerse a escribir; tenía grandes líneas para abrir y luego, letras sin acabar, puntos suspensi...

Todo empezó a complicarse tras las sesiones de sexo con Martín. Una cosa era no poder terminar una frase, dejar el arroz medio cocido, un boceto sin manos ni ojos, pero nunca terminar con Martín era algo que le preocupaba. Las últimas semanas habían estado fatal: ni un sólo orgasmo.

A la hora del buen sexo, ella se quedaba sin aire, azul. En el fondo de sus primeros gemidos y en el negro infinito de su esófago cantaba una nota roja, siempre la misma. La primera vez, todavía niña, la dulcificó pensando que no hacerlo sería de mal gusto. Y luego, cuando fueron constantes, cayendo una a una, gotificadas como en cascada, no supo cómo atenuarlas rompiendo en llantos de desmayo y muerte febril.

Pero ahora nada de eso pasaba, ni una gotita miserable. Pensó que no era ella sino el hombre. Cambió de pareja dos, tres, hasta cinco veces: nada. La entrada era maravillosa, pero por alguna razón, no había final feliz.
2

Esta noche verá a alguien nuevo, recomendado. Caminando hacia el lugar acordado piensa en las veces que ha tenido que fingir, la torpeza de todos esos amantes que le permiten imaginar listas y contarse los deberes de la semana, mientras ellos satisfacen su pequeñita gana.

Una vez adentro, en medio de aquella cama de paso, embarrada contra las sábanas blancas y su geografía de arrugas, su mente acechaba un orgasmo, una chispa, una ráfaga...Jura que esta vez...Murmura mentalmente...unos dedos como tenazas la devuelven aquí y ya dice que sí otra vez, ah, claro, que cree que sí, que qué gusto y que ah otra vez, hasta la sangre apagada del latido y el ah de la vena palatal, hasta la ay y la ey de tanto sentir la ay y la ey de ese cuchillo en su garganta y esa rosa en su pubis.

Ninguna rosa, no. No podía terminar con una imagen tan falsa, no había sentido...pero es que era tan difícil explicarlo con letras. Esas pequeñas hormigas laboriosas que no se prestan a los amontonamientos en hemiciclos abruptos...No podía escribir “rosa en su pubis”, tan cursi, tan hipócrita. Además no estaba segura si había... Era tan difícil distinguir entre el blanco de las sábanas y el del papel...Juró que terminaría pero seguía dando vueltas con eso de “la vena palatal”... y “ay”... ¿por qué no simplemente escribir orgasmo?.. Porque no era exacto, no era...como el cuchillo...que tampoco podía ser un “cuchillo”, no era nada, era un todo imaginado sin final, como su cuento que iba a terminar pero que aún no sabía cómo...



lunes, 28 de abril de 2008

Más colaboradores

Hola niños y niñas, les dejó las respuestas de S. y C. San Martín
con una variante. La segunda pregunta es distinta, si alguien se anima a contestar pues venga...

1. ¿Por qué y para qué crea usted?
R/ Porque si no no sería. Y lo hago para todos: para mis allegados cercanos y lejanos, para la niña, para el jubilado bonachón, para el joven, para los monjes, anacoretas y demás trabajadores.

2. Tras la aparición del posmodernismo, defendería usted el valor de conceptos como arte, erotismo, magia, amor, etc. o el desvanecimiento de tales ideas no le preocupa sino como una consecuencia lógica de las sociedades posmodernas.

R/ Primero, desconozco el valor del post-modernismo como marco de referencia para hacer una apología de las ideas de nuestro tiempo.
Segundo, de todos modos la post-modernidad hace pensar en una valoracion distinta del mundo donde el escrutineo indelicado, el oportunismo, la falta de respeto y buenas maneras y la integracion de ideas 'vanguardistas' al diario vivir de la gente ha creado una falta de consistencia personal y colectiva, espiritual y corporal, que deja mucho que desear. El arte, el erotismo, la magia y demas son ideas en constante desenvolvimiento, cambian fácilmente de ropaje. Esa dinámica o esa velocidad produce efectos cognitivos dentro del individuo, el mundo y la realidad que hacen suponer o pensar en una pérdida irreversible de las lógicas pasadas -el pan de cada día, de lo que se creía que era. No hay tal: ni las cosas siguen igual, ni las cosas pasadas fueron mejores, ni no sabemos nada, sabemos nuestro saber, Para qué preocuparse por eso?
Todo esto parea decir, tercero, que yo no defendería ninguna idea: misticismo, poder o liberalismo. No me preocupa, pero creo que mi perspectiva no es una consecuencia logica del mundo en donde existo, no, mas bien siento que ya no estoy para esto. (por eso pienso en jubilarme y cariños para todos).

II

R// Yo creo porque me di cuenta que era muy olvidadizo y de esa manera conservaba y transportaba el camino recorrido.
Y yo creo para que cuando me extravíe, reconozca que ya estuve allí y pronto me despida, reparta abrazos y adioses, bien contento.


R// No, yo de seguro no hubiera defendido el valor de conceptos como arte, erotismo, magia, amor, etc.
Y a la segunda parte no puedo responder, porque sé que tales ideas no se desvanecieron, ni se han desvanecido. ‘Conceptos como arte, erotismo, magia, amor, etc.,’ ya bien entrados en el siglo XXI siguen reinantes y parejos.

miércoles, 23 de abril de 2008

rigo-borda no limpió los negativos.



Ahora sí. creo soy el único que no ha mandado las respuestas del reto chocomilk. Celebro la reanudación de los contubernios, de los manifiestos, de las negociaciones. Por eso ofrezco algunas imagenes de mi primer rollo en gato negro||gato blanco. La imagen fototónica homologó un baile en la ya desaparecida "unión de los amigos", pulquería ubicada en la colonia guerrero donde, después de un curado de avena y dos rolas de chicoché guevara, me dí cuenta que estaba atrapado por el marco físico de la imagen fotográfica ad nauseam.

Aprovecho para anunciar la celebración de las mil y un visitas a littera sanguinolenta, singular acontecimiento ocurrido la madrugada del 19 de abril -declarado oficialmente fiesta nacionavirtual- desde un ordenador con un navegador Firefox 2.0.0.6 desde la hermana república de chile...qué más da, visiten el sitio http://socratesestmort.blogspot.com y enterense de los detalles del reventón por ustedes mismos.

Oiga Lorenza

Publico aquí y no en comentario porque salió un texto muy largo:

Oiga, Lorenza, ¿no nos conocíamos ya usted y yo de otra vida? Recuerdo haberla visto en una hoguera ardiendo con el pelo enredado (o era sin pelo, rapada, calva) yo papel en mano leyendo en sánscrito acusaciones y decrepitudes. Luego un segundo recuerdo, yo ardía en un rojo leño dentro de una olla, pegándoseme la carne entre las uñas, fundidas, gotificadas, y usted leía un papiro cantando jitanjáforas en latín.

Pero a esos dos recuerdos, se sobrepone un tercero: Dentro de una habitación blanca, me veo embarrado de tinta negra, asomando una nariz ganchosa y chorreando brazos, piernas, calva, hasta formarse limpios, negros, ojos; luego usted parece repetir la misma operación. En la habitación hay otro viejo ciego que garabatea signos y habla con una presuntuosa voz rioplatense.

Como sea, lo que le quería decir es lo siguiente:

1. Usted se equivoca en dos cosas: nada tiene que ver la fe ni la religión con el monopolio divino de la escritura. Se puede decir que sólo se empieza a escribir a partir de esta autoconciencia: El libro terapéutico más ingenioso es la biblia. Dios se aburría tanto, a bostezos, que se inventó un paradiso y dentro puso: peras, saltimbanquis, guayabas, rameras, osos, violadores, burros, abnegadas, ocelotes, policías y luego los echó a andar, como relojito suizo. Pero los relojitos fueron clonados y vendidos en contrabando. (también por la gracia de dios claro está, que repetía a veces, la operación del Fastidio.)

El segundo equívoco es el deportivo: yo no practico ningún deporte. Me gusta el box, pero ya no está Julio para que me enseñe. Me gusta el esgrima, pero es tan difícil encontrar buenos matches hoy en día y están los precios y las voluntades y todas esas pequeñas cosas que se interponen.

2. Así como yerra, reconozco, acierta en mucho. Primero, en mi decrepitud, soy un anciano de cien años encerrado en un cuerpo adolescente. No, no se apiade, no hay necesidad, no sufro, a lo mucho me molestan los barros, las espinillas y los chillones cambios de voz, pero todo es tolerable.

También es cierto que "hago como que no me importa". Si de vida en la mañana todos somos necios falsificadores (unas mascaras son más lindas que otras) la oportunidad en el papel se multiplica, donde puedo "hacer" como que "hago" y puedo "hacer" como que "soy" "dios" jesús" "aláluya...!"

3. Por último una aclaración: (la primera la creo innecesaria por lo que escribí al comienzo pero va igual) Si se fija, yo no la acusé de plagio. Sólo porque creo que el fusil es la herramienta más importante de todo escritor (más incluso que la mano, pregúntenle a Pessoa), pero sobre todo porque la cosa en realidad se trataba de un cumplido. No a usted ni a mi, bandidos de entreceja y encrucijada, sino al Uno bendito que nos regaló con las mismas ideas. Por eso remitía a Torri etc.

4. Por último, último, lamento no poder responder su pregunta sobre ¿Cuál sinsentido..? Escribo este mensaje, desarmado, sin fúsil, no tengo a la mano ni mi diccionario de dudas, ni mi Derrida, ni mi Barthes. Desnudo simplemente, contemplo "La alfombra de hojas iluminadas por la luna", que me sugiere Calvino, esperando porque después mentirá sobre ellas y sobre las rameras y querrá que vaya y cite: Odisea iv, 432, para burlarse de mi, me mira y hace mueca de sacar mi niño interno pero resisto. Y todo esto sucede sí, bajo un árbol y sobre una alfombra.

'Eroso' como decía Aristóteles o 'May the force be with you' como el pato Lucas.

martes, 22 de abril de 2008

Primer ejercicio

Y como ya se echó a andar esto, propongo un primer ejercicio, el más simple:

1.Gimnasia y sparagmós.

Para los que no son clasicistas traduciré: gimnazo significa desnudarse, primer requisito de cualquier ejercitamiento, y sparagmós significa despedazamiento báquico: evohé! evohé! (ahora ya todos me siguen gracias a Rayuela 68, pero ni se emocionen, aquí no habrá nada de sexo -ni si quiera virtual- por desgracia).

Entonces: todos ponemos un texto (reciente) y los demás: evohé! evohé! lo despedazamos o simplemente opinamos, como prefieran.

Pero por orden, no me atropellen, un texto a la vez, y no pasamos al otro hasta no haber acabado con el primero, no importa si toma meses, semanas o días. Porque si no, es puro chaos (pronunciado a la gringa).

Yo subiría uno, pero van a decir que soy más acaparador que la mafia cultural mejicana, así que, ¿quién dijo yo? si para el lunes no hay texto entons subo yo el mío.

Género: libre
Tema: libre
Extensión: no más de 5 cuartillas porque si no, no acabamos.

Salud y Diversión!.
Estimada Marijó: las respuestas están en voceo porque no las escribió su servidor sino don Bretón que le daba de "las de usté" a Don Octavio. (nótese el don y el Don), el caso es que me perdonará vuestra merced, yo por el contrario creo que el "usted" no desaparecerá, sino al contrario, acabaremos hablándonos de usted entre enamorados, como lo hacen los presumidos bogotanos.

Estimados todos, mis respuestas:


1. Creo para robarle el monopolio del sinsentido a dios, Alá y Jesús. Para no tener que verme ni deberme en el espejo. Creo para sacar mis bichos y verlos clarear mariposas bien peladitas sobre el papel. Y también por las ideas que expresa Lorenza, que, francamente, me las fusiló (yo también se las fusilé a otros, pero eso no es relevante. cfr. De Fusilamientos, Torri).


2. El planteamiento sobre la validez del suicidio a partir del ejemplo de Sísifo, no es válido ni para mi, ni para nadie, por eso, inevitablemente, siempre llegaremos a las mismas conclusiones que Camus: ¿Vale la pena vivir la vida? Verá señor, Camus, había una vez... Y como digo, no soy clavadista así que mejor ni hablar que filosofar...trabajar, trabajar, yala, yala, yala, sin detenerse a respirar...

viernes, 18 de abril de 2008

Dos respuestas

1. ¿Por qué y para qué crea usted?

El lenguaje se impone al nacer y no existe otro camino para este individuo que aquel de la exposición. Entonces la creación representa la urgencia a anteponerme al peso del mundo -para referir a la poética del parto de Sloterdijk. Si no me expreso, no vivo, y aquel ya muerto -incluso en vida- tampoco tendría la urgencia de expresarse. En este contexto, la expresión, o la necesidad de la misma, deviene como padecimiento. Por tanto, escribo porque, desde mi nacimiento, estoy enfermo (y aquí sería pertinente saltar a la próxima pregunta).


2. Según Camus: el primer gran problema filosófico es el suicidio, a saber, si la vida vale la pena o no de ser vivida ¿En su vida, este planteamiento es válido hoy? ¿Tiene usted una solución definitiva a esta cuestión?

No podría legitimar al suicidio como el gran problema filosófico -en mi vida-, pues reconoce el punto central de la existencia como la muerte, pero desde la poetica del parto que la complementa, el problema parte del nacimiento, de su padecimiento. No queda otra opción que afirmarse vivo, pues si no lo hiciera no existiría la urgencia por la expresión, o la filosofía para el caso, por tanto no tendría siquiera tiempo para contestar estas preguntas, no tendría relevancia alguna, no en mi vida, no sin haber nacido . . . + Pero en realidad lo ignoro si actuar es escribir y mi escritura tal vez habrá de acercarse más a la música que la filosofía . . . tal vez no lo lograría, quizá no importa, probablemente lo sea todo. Pero vivo, de todos modos.