miércoles, 28 de mayo de 2008

Pagando deudas

Mi ética indica que si espero que lean mi nuevo texto, lo mínimo que les debo son mis comentarios atrasados:

Lorenza, por fin sparagmosée su texto. Pase usted a ver mis sádicas disecciones y contribuciones. Perdone la tardanza pero primero usted, yo y el teléfono. Luego este ímpetu egoísta de la pluma propia. Luego cocinar, el trabajo y esas mundaneidades.

Qué horror, ya me tienen hablando de usted.

(Ves Pablo, no es necesario ser erudito en un tema para jugar –yo cachondeo con el latín de estos letreros queridísimos y admirados-, anímate: cualquier crítica es válida si sabes sostenerla ¿o acaso todos los lectores deberían de estudiar letras? ¡Qué triste mundo sería! )

Espero comentar mañana los de Pablo y pagar mi deuda con Karlik y su primer hijo (los mentados puntos tan prometidos; pero no te puedes quejar, a lo que has subido aquí le he puesto toda mi atención).

*Oigan, mi último post (“Nada que declarar”) corresponde al segundo ejercicio, pero está abierto al sparagmos también, si quieren complacerme con la atención debida al primero (que no entregué…mala niña que soy)

Solicitud de permiso

No lo hemos hablado pero ¿alguien está en contra de invitar lectores?

Quisiera pasarle el link a varios amigos pero creí prudente ver si todos están de acuerdo con ello. Sé que internet es casi sinónimo de compartir pero no está de más tomar en cuenta sus sentimientos puesto que los estimo (y sé que ustedes a mí, jejeje).

Espero su respuesta.

MJ

Nada que declarar.

Las puertas de vidrio se abren. Se cierran. M. sostiene el letrero con ambas manos, lo pega al pecho como si el nombre escrito con plumón indeleble fuera capaz de darle un abrazo. Llegará, no está segura de ello. Sus pupilas se dilatan con cada destello del semáforo de la aduana. Sonríe; la curva parece tan natural en su rostro como la vereda de sus arrugas, ésas que cuentan saludos, despedidas, días enteros de cemento y pensamiento, tazas de historia bebidas con la paciencia constante de un par de manecillas de reloj; el transcurrir de una vida sinuosa escrito en líneas rectas sobre un rostro. La sonrisa, en cambio, es muda, de un silencio detenido, tranquilo. No queda nada por decir. Sus rodillas tiemblan en reclamo del tiempo invertido en estar de pie sobre una terca esperanza. Las tranquiliza: no importa si llega o no. Ahora lo sabe.


En el aeropuerto hay, diariamente, entradas y salidas de todos los tipos: llegadas de buenas ideas, partidas de relaciones; retrasos de pagos registrados en gestos, cancelaciones de sueños programados para salir de la sala seis. Lo aprendido en nuestros tiernos años de primaria fue un engaño: la tierra no se mueve conforme a las manecillas del reloj y sobre su propio eje, no hay tal cosa como la rotación: el mundo transita por pasillos y rostros, pide permisos para recorrer pistas; las nacionalidades, por otro lado, se definen por estados de ánimo, y el movimiento de placas tectónicas es tan inestable como la reasignación de salas para los vuelos. Éste es el único territorio vértice que existe, un no-lugar en el que todo pierde su nombre y goza con la resignificación. Todo el que sale por una de estas puertas, por cualquiera de estos gusanos, jamás volverá. Detrás de las puertas de llegada, todo abrazo de bienvenida es el comienzo de un re-conocimiento (en el mejor de los casos). El aeropuerto es el punto de encuentro de todos los destinos. Los de llegada y los de partida. Los de la espera contínua también.


De pronto el hombro de un hombre, distraído (o no tanto), derrumba su meditación y tira el letrero de sus manos, caen con él los papeles que hay detrás: ensayos y trazos de plumón rojo tapizan el suelo. Las rodillas de él y de M. se doblan a cuatro tiempos, casi chocan, pero logran aterrizar en el suelo, en pistas paralelas. Él levanta los ojos para mirarla, no la encuentra. Ella recoge frenéticamente sus papeles, sus ojos atrapados entre dos cejas pobladísimas de insatisfacciones que aún no han sucedido, cejas concentradas en un ceño fruncido como los vestidos de smog que usaba de pequeña, en esas fiestas en que M. abría su vestido como Marilyn Monroe sobre la rejilla de viento con tal de acaparar una mayor cantidad de dulces, aunque entonces M. no supiera quién era Marilyn Monroe, aunque después ni siquiera se comiera los dulces. Él busca sus ojos, ella lo esquiva girando la cabeza; ahora ella lo mira de reojo pero él ya está tímidamente disperso. En ese juego de miradas alternadas pasan dos minutos de tartamudeos, intentos de reclamo contra intentos de conquista disfrazada de disculpa y curiosidad. ¿De qué son todos estos papeles?¿Qué piensa este imbécil que no mide ni sus pasos? ¿A qué se dedica? Seguro mientras arreglo este desorden se abren las puertas, llega por fin, no me ve y se pasa de largo. Seguro. Él le mira el cabello (ya que el rostro le está negado), lo lleva amarrado en una coleta, perfectamente alaciada; en los oídos, perlas. De pronto coinciden. Ella no quería pero se miran. Rápidamente cambia la sorpresa del encuentro por una demostración severa de cuán molesta está por la torpeza de este…este…macho (olvida que ella es hembra). Él quiere preguntarle su nombre, qué carrera estudia, a quién espera. Ya con los papeles tras uno de sus brazos (olvida poner el letrero al frente), alisa su saco de gamuza y pone cara de dignidad exagerada. Derechísima se dispone a darle su nombre: “M…” Tres campanadas atonales. “Se les informa que el vuelo 242 de Aerorero tiene un retraso de algunos minutos. Para mayor información, favor de presentarse en el mostrador de la aerolínea en la terminal 2. En Aerorero estamos para servirle.” “Si me disculpas, la persona a la que espero viene en ese vuelo. Por suerte no llegó mientras recogíamos este reguero, así que supongo que debo darte las gracias: Gracias.” Y le regala la única sonrisa disponible para esa tarde. Sarcástica, por supuesto. La mujercita gira sobre su propio eje y camina hacia la terminal 2. Él se queda con los ojos vacíos, atorado entre las pestañas un signo de interrogación. En ese instante M. siente contonearse con uno de los vestidos estampados de su infancia, con alas de tela voltea un segundo, sólo con la cabeza, “Mucho gusto.” Ésta vez su sonrisa es genuina.


Contra la columna redondeada reposa una mujer de rostro canela en su mediana edad, siente el brazo cansado de tanto estirarlo y guardarlo, a veces con un poco de cambio que echa al mandil, a veces vacío. Fuera de ese movimiento de palanca mecánica, la mujer es un bulto vestido con telas percudidas por la espera y el polvo acumulado de los que vienen para partir, no como ella que pide ayuda para poder quedarse. M. lleva tres horas sosteniendo el letrero junto de ella. Siente cómo la sangre abandona su brazo derecho hasta dejarlo vacío, dormido, casi muerto. Pensar que había tanto que hacer en la oficina, pero qué importa, ya alguien cubrirá sus labores, como si ella fuera indispensable… mejor salir, dejar todo para esperar, sin importar cuánto tiempo le tome. Jamás había vivido un aeropuerto tan atascado. Cuando viaja suele escoger vuelos a la mitad de la madrugada para poder llegar lo más fachosa posible y dormir un poco en alguna banca tras registrarse en el mostrador de la aerolínea correspondiente. En el fondo siempre soñó con vagabundear. Esos breves lapsos de espera antes del alba le permiten imaginar lo que sería despertar a una vida que no esté trazada con escuadras ni sostenida por chinchetas. Pero hoy sabía que tenia que esperarla a ella, aún en medio del monstruo de la muchedumbre, de su marea confusa. Pareciera que la mitad del mundo decidió llevar su rutina a otro territorio, mientras que la mitad restante goza con la anticipación del regreso y una bienvenida de fuego artificial, de esas que explotan en luces de colores para desvanecerse en un instante. Entre quienes están en la sala de llegadas, muchos sostienen letreros, aunque ninguno con el mismo nombre que el de ella. Aún así teme que ella salga por una de las puertas, no vea su pequeño pedazo de cartulina blanca y pase de largo (sería tan normal, tan ella), por eso estira el pesado letrero sobre de todas las cabezas. Quisiera gritar su nombre pero en cuanto lo intenta se da cuenta de que no lo recuerda. El océano de gente sudorosa la hace oscilar como péndulo de hilo desguanzado, obedeciendo a un compás irregular. Su cadera le sirve de apoyo al muslo del hombre de junto, su codo se entierra en las costillas de una rockera estilo ochentas, de pelo grasoso y bisutería barata en el estampado de la playera. Ve salir de las puertas de cristal a un, dos, cinco, incontables hombres de negocios, diferenciables sólo por el modelo de corbata, si la mancharon durante el vuelo o no, o por el humor que les dejó la sonrisa de azafata combinada con la selección de películas para el vuelo de su elección. Se abren las puertas. Se cierran. A veces son tres simultáneas, a veces es una. Camina a través de una de ellas una muchacha con aretes de perla y pañalera al hombro, empuja una carreola en colores pastel, lleva el pelo en una coleta alaciada y sonríe pacíficamente. De pronto la rockera hace un movimiento conciertezco y acierta en ensartar una de sus enormes arracadas de estrella en el pelo suelto y un poco enmarañado de M. Antes de discutir una estrategia para solucionarlo, ambas se resisten a la idea de estar unidas, aunque sea por un pelo, y forcejean y se lastiman y chillan histéricas en dos timbres diferentes de voz. La mujer recargada contra la columna saca las manos del mandil y se tapa los oídos, es la primera vez en el día que sus ojos expresan algo y es fastidio, como cuando un perro escucha el sonido ultrasónico producido por el aparatito en que un vecino sádico invirtió su quincena. Por fin deciden hacer uso de la herramienta diplomática de las palabras y, amablemente, M. le pide a la rockera que siga sus indicaciones. Ambas rememoran el tiempo en que jugaban doctor nudos y, tras una serie de movimientos casi acrobáticos terminan por echar mierda de la ineficiencia de las aerolíneas en el mismo tono de voz. De la nada un par de manos cubre los ojos de la, ahora amabilísima, rockera. Ésta se libera del misterio para colgársele como orangután a un tipo flaco de lentes circulares y saco de motita, parece estar feliz de verla. M. suspira y estira la mano derecha con el letrero, una vez más. La mujer de la columna ríe: M. no sabe que ésta vez muestra el letrero al revés.


“¿De dónde vienes?” “Disculpa, ¿me puedes decir de dónde vienes?” “¿En qué vuelo venías?” Hasta que, harta de no recibir una respuesta y casi sorprendida de sí misma, pone un grillete sobre del brazo de una mujer cincuentona. “Oiga”, la mujer desorbita los ojos a propósito, con una mezcla de miedo e indignación ante la muchachita desarreglada que le sostiene el brazo; pero los ojos de M. son como dos reflectores de luz negra, dos profundos encuentros desafiantes en un rostro adolescente, la mujer se relaja (M. también, puesto que ya tiene su atención). “Necesito saber de qué vuelo viene porque estoy esperando a alguien y desperté con el presentimiento de que no llegaría en el vuelo que le correspondía, pero, bueno, eso no le incumbe. ¿En qué aerolínea llegó usted, de dónde viene?” La mujer suelta discreta pero violentamente su brazo de la mano de la muchacha, sacude la muñeca y tintinean sus pulseras circulares, rígidas, de catorce quilates. Su respuesta no significa nada para M. Entonces la mujer sigue caminando. Junto a M. un joven con playera del equipo de futbol nacional aclara la garganta. Claramente quiere ser notado. “¿Qué quieres?” “¿Sigues esperándola?” M. asiente en silencio. El letrero cuelga de su mano izquierda, a unos pocos centímetros del suelo. El joven ve cómo M. aprieta los puños. Él pone una mano sobre su hombro y calla. El reloj marca las doce. La mujer de la columna intenta acallar el llanto de su bebé con una teta lechosa en la boca. Canta una canción de cuna en un dialecto de palabras suaves, maternales, de ésas que sólo pueden pronunciarse cuando dos cuerpos laten a un mismo compás. Aprieta un bultito enrebozado contra su pecho, hunde la cabeza entre los hilos de colores y se pierde en una tormenta de besos.
Se acerca un viejo con bigote empolvado y camisa de cuadros, tarda en llegar hasta donde están M. y el muchacho, su paso es lento, su mirada firme. “La vi pasar. Varias veces. El día de hoy, porque ayer pasó sólo una vez.” Presiente una lágrima en el rostro de M., así que guarda silencio y se detiene detrás de ellos, mirando hacia las puertas de vidrio. Las puertas se abren. Se cierran. A veces dos, a veces ninguna de ellas. El semáforo se tiñe de rojo y esa dificultad invita a M. a pensar que por fin ha llegado, que sólo es cuestión de esperar a que vacíe sus maletas, de por sí vacías, sobre el metal helado, las vuelva a cerrar y, por fin, la vea cruzar por una de las puertas traslúcidas. Aunque no sepa qué haría en ese caso. El viejo sonríe con la sabiduría de una vida. Nunca la verá atravesar esas puertas. No mientras tenga un letrero entre manos. Pero él permanece ahí y espera junto con ella.


Son las doce, dice para sí misma mientras apoya una de sus manos en la cintura. Deja que las palabras escapen levemente de sus labios porque sabe lo sexy que puede ser un ligero mohin en la boca, aunque sea simulado. Ese trajeadito de allá no está nada mal; nota un llavero BMW entre sus dedos y “sin darse cuenta” se deja caer lentamente contra la columna, curveando la cadera lo más posible al exterior. Poco le importa el anillo en la mano contraria, como francotirador profesional centra su objetivo entre los círculos de iris y pupila y concentra toda la energía de su pelvis en dos ojos peinados con rímel del más alto calibre. Tirará a matar. Sabe que si su mirada es lo suficientemente fuerte, a él le tomará menos de diez segundos voltear. 10…9… Claro que quiere ayuda, con todas las compras que debe de traer en esas maletas…8…7…en un mundo perfecto como el de él, nadie presentiría siquiera el láser que precede el tiro de una .45, demasiada paz, demasiado…Carajo, me distraje. Démosle otra oportunidad: 10…9…El hombre comienza a avanzar, sigue a la caravana de maletas y bolsas amontonadas en un carrito de metal. De pronto M. siente tremendo empujón desde atrás, una cabeza se le encaja a la mitad de las nalgas, como un tricératops desbocado de pura juventud. Se le enredan los tacones y la cadera ejecuta una pirueta tan espectacular que si algún dueño de circo hubiera estado ahí cerca, la hubiera contratado para un acto especial: ¡La dama saltimbanqui, señoras y señores! ¡Su traje dos tallas menor y los pellejos desbordantes no le impiden dar saltos mortales sobre tacones de once centímetros! ¡Pase, pase, sorpréndase! La hubieran contratado de no ser porque el impulso fue mayor que el equilibrio adquirido con años de práctica en la tortura puntiaguda que algunos llaman zapatos y la mujer, elegancia y todo, fue a dar de bruces contra el piso de mármol helado y sin glamour. “Señorita Esmid, favor de presentarse al área de migración. Please Ms. Smith, present yourself in the migration area.” Los reflejos felinos no le alcanzan para levantarse antes de que unos pubertos a dos metros de ella estallen en risotadas y dedos apuntadores. Pero con la ferocidad de un puma al acecho, sus ojos se abalanzan sobre la pequeña de piel canela que ríe por verla ahí tirada. No le preocupa mucho. Ella logró escapar, no ser la siguiente en perseguir a los demás. “¡Las trais!”, grita emocionada, como si nada hubiera pasado. M., para levantarse, apoya una mano en el suelo, mientras con la otra recoge el letrero que flojamente ha colgado delante de sí misma durante los últimos cuarenta y cinco minutos. En ese preciso instante M. recuerda a su presa potencial y voltea hacia las puertas de cristal, al mismo tiempo que sacude el polvo de su falda negra satinada. Él ya no está. M. azota el tacón contra el suelo en el gesto más espontáneo que ha tenido desde su despertar. Voltea entonces hacia la pequeña risa detrás de ella, vestida de manta bordada con flores y ninguna vergüenza por su salvaje brusquedad. “Escuincla estúpida. Muerta de hambre.” Dice en voz baja. La costumbre hace que esas palabras también escapen levemente entre sus labios, aunque esta vez su gesto parece, más que un mohín, un hocico digno de bozal. El burócrata parado junto de M., algo asustado, se ajusta los lentes empañados un poco más arriba de la nariz y, con ridícula discreción, se aleja un paso de ella. Aún riendo, la niña de rostro color canela corre lejos de la columna redondeada. Entonces M. no sabe sino girar sobre sus talones, en una mezcla de resignación y furia, estira la mano con desgana y pone de nuevo el letrero con plumón indeleble al frente de ella, a la altura de sus ojos.
Las puertas se abren, se cierran. A veces sale una familia, a veces una mujer sola, como esa vieja enjuta de sonrisa complacida, encorvada, sin una sola maleta, vestida con un sweater color arena y los ojos brillosos de una quinceañera. Las puertas se abren, se cierran. La anciana y muchos otros salían, los semaforos cambiaban del verde al rojo, del rojo al verde. Pero nunca ella. Y el maldito letrero deslabándose del calor infernal que tiene a M. manchando su blusa sintética de sudor en las axilas. Sabía que no llegaría. Nunca ha podido confiar en ella. El reloj marca las doce. M. sostiene el letrero por debajo de la altura de sus ojos, lo pone frente al pecho, como criminal posando para la foto. Pasa gente que le parece conocida. M. no saluda a nadie. Sus ojos registran a los presentes en busca de posibles presas. De entre los cristales, sale un hombre sin maletas, M. lo ve cargar algo parecido a una tabla rectangular, casi de la estatura de su cuerpo; parece que le cuesta trabajo maniobrar entre la gente, la carga con sumo cuidado. M. se olvida del letrero un momento, la vista se le pierde entre las puertas traslucidas. El hombre camina hacia ella y deposita su enorme rectángulo en el suelo, lo levanta con cuidado, esta vez lo carga del lado contrario. M. deja escapar un grito agudísimo pero lo asfixia al momento. El rectángulo opaco se ha convertido en un espejo y M. ha visto lo peor en él: su primera arruga, justo en el marco de su mohín estratégico.


Aún con las luces del pasillo encendidas, se siente dentro del aeropuerto la oscuridad del exterior. Quedan pocas siluetas esperando frente al reloj del área de llegadas. Las puertas se abren, se cierran, sólo que ahora con menos frecuencia que durante el día. Una cada diez minutos quizás. M. sostiene el letrero bajo el brazo cubierto de estambre color arena. Mientras se abre una de las puertas ella ahoga un bostezo, sus ojos pesan con la dulzura del sueño anticipado; los pliegues del sueño se confunden con sus arrugas. Podría contar una historia por cada línea de su rostro. Con los ojos cerrados, escucha el paso de unos huaraches de piel que aún huele a animal de rancho. Abre los ojos. Frente a ella, inmóvil, una jóven con falda de manta y rostro canela sonríe con la frescura del medio día. “¿A quién esperas?” M. deja que su rostro se recupere tranquilamente tras el bostezo, mira a la joven, se admira de lo hermosa que es y saca del costado el demacrado letrero. M. se lo muestra y sonrié con dulzura al mismo tiempo que alza los hombros. “No es importante.” Ambas sonríen. En ese momento el reloj marca las doce.


Son las ocho de la mañana, la fila de toda aerolínea es más larga que el camino al destino más cercano. Las máquinas de café resuellan como caballos de aliento húmedo y brioso. El mundo transita sobre la alfombra recién aspirada, cientos de letreros conducen a hombres, mujeres y niños por su camino. Algunos destinos cambian de sala de partida. Al fondo pueden escucharse gigantes metálicos realizando el prodigio de flotar sobre el suelo. Y a pesar de ello nadie se maravilla. Miles de rostros transitan codo a codo, ojo a ojo, talón por talón desgastando el frío mármol del pasillo principal del aeropuerto. Bajo los pies de la muchedumbre, un pedazo de cartulina blanca se pasea entre tenis y mocasines, de vez en cuando un niño lo patea hacia cualquier lado; sobre de él parece estar escrito un nombre, con letras de marcador, pero el polvo y el paso indetenible de los hombres vuelven imposible saber cuál es.

lunes, 26 de mayo de 2008

Será el viernes . . .YA NO

Bueno pues lo que está debajo se anula y resulta que el doctor canceló el viernes. jajaja. Pero bueno, Oswaldu tampoco podía el sábado entonces lo más probable es que haya de esperar. También estoy dispuesto a las propuestas de los demás.

Entrada Original:
Sí, será el viernes. Los doctores siempre podrán cambiarla, claro, pero pues supuestamente así será. Entonces creo que el sábado se me complicará. ¿Qué tal una tarde en la semana? ¿Ya sea ésta o la que viene?

M.J.: No es indiscreción . . . sólo una taquicardia ventricular, nada grave. De faltarle a mi corazón, pues no sé . . . no sé . . . . . . Tal vez somos como Federico, un pulso herido.

Pero en fin, salgo el mismo sábado, pero pues no sé a qué hora y seguro algo traqueteado.

Saludos!

jueves, 22 de mayo de 2008

Pendientes

No me gusta esto del formato del Blog porque se quedan cosas en el tintero:

1. Qué pues, marijó, con lo del cuchillo? Bueno con el filo? Bueno qué pues, todos? Bajo el post... ya que no hay ánimo...

2. Qué pues con la invitación que nos hizo a todos Pablo? Señores no sean descorteses. Bajo el post Vicente mío.

3. Y qué pues con el Tibet? Bueno eso sí la verdad no me interesa mucho.

4. Qué con la fecha límite? Según sé algunos miembros ya tienen planos trazados de secciones áureas para sus fotos sobre el alef y escaletas precisas, con dibujado de carácteres y toda la cosa para su cuento. Yo digo que sí pongamos fecha (aunque nadie la cumpla) porque si no, nos da Enero y que este sea un blog de un, y sólo un ejercicio anual, me suena a Hacienda (maldita formación contable) y pues mejor darle velocidad porque seguro todos tienen ejercicios en mente que ya quieren proponer, yo tengo dos que ya se me cuecen, cocen, queman las habas que por cierto dejé en la estufa....

Tchau.

miércoles, 21 de mayo de 2008

Van dos breves . . .

Tendida
Pocas las veces que al regresar a mi cama la encuentro tendida.
Dejó una marca a su salida.
La olfateo, me pregunto si el rastro de presencia intuido,
Su ausencia,
Confirmará esta vez su existencia,
Si la proyectará a futuro.
Otras más: su cabello y dorado espiral,
Sobre la sábana y abajo de la almohada -
En la alfombra.
Tiendo hacia ella y me contesta.
Pocas las veces que al regresar a mi cama la encuentro tendida.
La tendió en la mañana.
Reminiscencia de una sonrisa -esta vez sugiere, no cuestiona.
Yo concedo y repito en voz alta:

"Pocas las veces que al regresar a mi cama la encuentro tendida".

Y ella juega y me pide que no la llame de usted.
Me tiendo a mi vez sobre ella.
Pocas las veces que al regresar a mi cama he de des-tenderla.
Olerla tan fresca.
El momento extiende junto con mi pierna,
Se entrelazan por debajo de la colcha.
¡Fortuna esta noche al regresar a mi cama encontrarla extendida!
De ella una estela tras su partida.

Fotografía
Registra su ausencia sobre el mostrador de la aerolínea.
Jamás olvidaré cómo viene vestida:
Pendientes de plata en rombo arabesco
Rizos sujetos al reverso
Playera turquesa con ilustración de ensueño
Pantalones de mezclilla
Y unas chanclas que, a excepción de dos líneas,
descubren sus pies de talón a dedos.

Registra su ausencia sobre el mostrador de la aerolínea.

Sería una bella fotografía
Pero yo no soy quien viaja
Por lo cual no traigo cámara
(Aunque sí otras formas de retratarla . . .
estratagemas para a la distancia evocarla).

Registra su ausencia sobre el mostrador de la aerolínea
(Lo recuerdo días después ya sin ella, en mi oficina).

martes, 20 de mayo de 2008

Creative Commons

Tengo que felicitar al que haya puesto el logo de CreativeCommons. Sospecho que fue Pablo. ¡Enhorabuena! (Aunque sostengo que no nos "protege", al menos definimos cómo queremos posicionarnos)

domingo, 18 de mayo de 2008

Éntrenle colegas...

Más allá de la voz

Voy a contar esto bajo el orden cuadrangular de la mirada, para que Ella, pueda comprenderlo algún día:

Escena 1:

Ella duerme entre él y el radio, el bulto en el área izquierda del colchón y sobre el buró, el telégrafo sin cables. Éste, además de cumplir la función de despertador, es como un loro que distiende los monólogos, fauna oportunísima para sublimar los deseos. Pues no bastaba ya la proximidad de los cuerpos, la cohabitación anímica, hacia falta una respuesta, siempre una respuesta, una simple y sencilla confirmación sonora de pelota de ping-pong.

—No tiene caso, nunca dejarás de posar tus pechos sobre mí sin decir una sola palabra—le decía mientras acariciaba su espalda acompañada por Pastorius, y después por Coltrane.

—¿Y Mingus?, y la radio nunca contestaba.

Ya para esas horas los ronquidos eran gárgara a través de los acordes, pistones carburando una chispa onírica. Lo mismo daba si dormía, el aparato nada significaba para ella, las cursilerías de algunos programas, el academicismo de las voces matutinas, el mecánico sonsonete de la alarma.
Y no sólo ahí, en la alcoba, los oboes eran no otra cosa que lustroso escenario, siempre como un colmo de imágenes que aligeraba el silencio, (también para él, acostumbrado ya a la sinestesia).

Pero siempre el mal sabor del ojo: verla ahí en su néctar de guanábana madura, para después llegar al agrio sabor de los huesillos cuando se les muerde; saber que sólo habían impreso huella sus manos y quizá algo parecido a una sordina cansada; que antes de conmoverla había aprendido a esculpirla, que si podía presumir de cierto lirismo, sólo podría hablar, en ese momento, de aquello que emulaba su nariz respingada sobre la almohada.

Escena 2:

La alarma lo despierta. Él a ella con las ventosas del habla sobre el cuello y los hombros. Davis yBrubeck preceden al noticiero. Irrumpen las batallas del territorio, las marítimas, las comerciales, las filosóficas, todas concatenadas por un discurso unilateral, como el suyo, que nunca recibiría un “hemos escuchado su opinión, mire, creemos que las cosas son así, usted sabe a qué nos referimos” o simplemente un “te escucho”. Las noticias amenazan y a manera de corolario, una gimnopedia desnuda el baile de los pugilistas.

Ella despierta y saluda al día con las manos, como decorando el silencio con capullos que se abren y cierran. Siempre capturando las noticias y hechizando el ambiente con reminiscencias de la jones y susunshine. Y era tal su agilidad, que apenas una molestia impulsaba desde el húmero un índice definitivo, ya el puño condescendía a ocultarlo, ya el pulgar invitaba a las falanges a suavizar el gesto pendiente en el aire, ya el seño sugería una furia y entonces se veía las manos arrepentida, sin poder gritar. Y a él correpondía un Wagner introducido por la voz monótona y gangosa del locutor: Parsifal, como en la Patagonia, abría aquí un discurso iniciático: que a Debussy le gustaba y que a Nietszsche no, sí, pero además, que ella guardaba un secreto más allá de la voz y que aun era tiempo en que mataba cisnes indiferente a sus virtudes.

Escena 3:

Sobre la mesa de la alcoba una caja de cereal inflado. Ella nunca gritaría: se acercó al aparato para descifrar en sus bocinas una huella, los números fluorescentes, los puntos intermitentes del reloj digital, una presencia que suponía siempre ahí y que encontraba sin siquiera poder percibirla.

—No tiene caso, nunca dejarás de posar tus pechos sobre la radio sin decir una sola palabra, atinando con la perilla, de manera mágica e indescifrable, en la estación oportuna—le decía observando su espalda desde la mesa mientras sumergía la cuchara en el tazón, acompañado por Pastorius, y después por Coltrane.

—¿Y Mingus?, y nunca contestaba.

Ella, sigilosa como si se escuchara, vuelve a las sábanas para dormir. Lanza con la mano un beso a la fauce bajo su nariz aguileña y cambia de estación, atinando con bálsamo nuevamente.

—Siempre tu mano escultora como una curación para mi llanto de clavecín—le dice ahora sin esperar nada a cambio y escuchando, solitario en los oídos como siempre, duerme duerme negrito, que tu mama está en el campo, negrito...

martes, 13 de mayo de 2008

XHGC al servicio de la comunidad

¿Oigan y Marijó?

Saludes Marijoe.

Ejercicio 2. Oremos al señor para que tenga más éxito que el 1

Sencillito: el alef. Una grieta una costra, en la que se ve pasado presente y futuro. ¿Cómo contarlo? Conocemos la solución del viejito raboverde Borges en casa de Estela y el hermano celoso burlándose del ridículo bulto en el suelo... Lorenza decía que ella no lo contaría desde ningún personaje sino desde la grieta misma (reto técnico y narrativo). Bordo decía que él como algo terrible y ominoso que por miedo, el que lo encuentra no lo cuenta. Escojan estos puntos de vista o los que quieran. También el género, cuento, guión, poema, foto...minificción: Cuando despertó, el alef seguía ahí comiéndoselo. Quieren poner fecha límite? No lo creo. Oremos hermanos al señor...

viernes, 9 de mayo de 2008

Vicente Mío

Hola Vicente.
Soy yo, tú,
el otro también.

Ya no traigo paracaídas, Vicente,
y no es que haya perdido el miedo a la caída.

Me conoces, ya muerto.
Te extraño, como sentimiento.

¿Vicente? ¿Me escuchas?
¿Perezco? ¿Mi voz?
¿Altazor?

Ni rosa ni un paso atrás: Azucena;
pienso mejor en frutas,

ya no flores,
ya no llores . . .
Sobre mí sitúo la mirada.

¡Ya no! Lloro.

Contigo bajo tierra
charlo.

Molino de tiempo
por tu viento.

Platico de nuevo
-no te agobies,
no te olvido . . .

jueves, 8 de mayo de 2008

A falta de evohé...

De la charla de ayer, de lo que escuché sobre nuevo historicismo que no entiendo:

Premisas:

1. La Medea de Eurípides es así y sólo así porque está escrita en ese preciso marco histórico (determinismo a la Marx? A la Hobbes?)

2. Pero Eurípides, autor, no cuenta (Barthes, Degré zéro de l’écriture?)

Entonces,

Inducción: bárbaros (Medea) contra griegos (Jasón) pero la Medea es de Eurípides no de Esquilo (no hay tal marco, en todo caso, atenienses, contra pelopo-necios y dónde quedan los abuelitos de Alejandro?)

Deducción: exilio( Eurípides en la corte de Macedonia) conflicto individuo Polis (Anaxágoras, pensamiento radical versus Pericles) pero dijimos que Eurípides no cuenta.. que alguien me explique... Crítica a la ochlogarquía? Reivindicación de la bruja? “personajes más humanos” como dice Reyes Hay un guiño a la relación Aspasia y Perícles? Pero claro todo esto es im-probable y chismerío de vecindad... y de nuevo qué tiene que decir el historicismo a todo esto?

4. Y la Medea de Passolini... es así por el fascismo? (v. g. Saló) je ne trouve aucune relation.