viernes, 11 de julio de 2008

Remake (con agradecimiento implícito). Espero sus comentarios.

NADA QUE DECLARAR

( )

Las puertas de vidrio se abren. Se cierran. M. sostiene el letrero con ambas manos, lo pega al pecho como si el nombre escrito con plumón indeleble fuera capaz de darle un abrazo. “Ella volverá”, repite en voz baja, “ella volverá”. Con cada destello del semáforo de la aduana sus pupilas se dilatan; de nuevo se contraen. La espera infructuosa ha quedado escrita en las arrugas de su rostro. Su voz se difumina hasta convertirse en silencio.

De pronto las esquinas de sus labios se curvan hacia el techo levemente, sin escándalos: hay un secreto que por fin ha logrado descifrar.

( )

Las puertas se abren. Se cierran. M. siente como se tensa su tersa piel en la espera. Se alisa el vestido color arena para que le cubra los muslos hasta el nacimiento de las rodillas. Como cada vez que viene de la universidad, tiene los ojos fijos en las puertas de cristal y un café en la mano. Hoy lo pidió negro. A veces lo pide con crema o con Kalhúa, o no pide nada porque no viene de humor. Lo que no puede faltarle es el letrero, siempre ese nombre en alguna de las manos, esperando a ser visto, esperando un rostro familiar.

Junto de ella, contra la columna redondeada, reposa una mujer de rostro canela, arrugada como nuez de castilla. El brazo se le nota cansado de tanto estirarlo y guardarlo, a veces con un poco de cambio que echa al mandil bordado de colores, a veces vacío. Fuera de ese movimiento de palanca mecánica, la mujer es un bulto vestido con telas percudidas por el polvo de los pasos de quienes vienen para partir; no como ella, que pide ayuda para poder quedarse.

M. ve a la gente caminar con sus maletas y piensa en el gran mito que es la rotación: la tierra no se mueve conforme a las manecillas del reloj, menos aún sobre su propio eje. El mundo transita por pasillos y rostros; las nacionalidades se definen por estados de ánimo –ahí está uno para el que todos los días son grises; un poco más allá, un silbador de mejillas rosadas-. Da un sorbo más a su café y observa a la gente que sale de entre las puertas de cristal. Sí, en el aeropuerto no cesa el movimiento, entradas y salidas de todos los tipos: llegadas de buenas ideas, partidas de relaciones; retrasos de pagos registrados en gestos, cancelaciones de sueños programados para salir de la sala seis. De pronto cree verla y se para de puntitas para escalar la mirada sobre los hombros vecinos: no, no es ella. Ni hablar, seguirá esperando. Pero M. sabe cómo es esto, la lógica del territorio vértice que es el aeropuerto, donde todo aquél que se va, jamás atravesará aquellas puertas siendo el mismo. El trayecto a través de los gusanos alfombrados que van de la cabina a las salas de espera hace que cualquiera olvide su nombre. Tal vez eso le ha pasado a ella: olvidó su nombre y por eso no reconocerá el letrero.

El hombro de un hombre, distraído (o no tanto), empuja a M. y sus papeles, con todo y letrero, van a dar al piso. Las rodillas de él y de M. se doblan a cuatro tiempos, casi chocan, pero logran aterrizar en el suelo, en pistas paralelas. Él levanta los ojos para mirarla pero sólo encuentra esa coleta, perfectamente alaciada, ondulando de enojo. Ella recoge frenéticamente los papeles, sus ojos atrapados entre dos cejas fruncidas como los vestidos de smog que usaba cuando pequeña, en esas fiestas en que M. abría su vestido como Marilyn Monroe sobre la rejilla de viento con tal de acaparar una mayor cantidad de dulces, aunque entonces M. no supiera quién era Marilyn Monroe, aunque después ni siquiera se comiera los dulces.

En el juego de miradas pasan medio minuto de tartamudeos, intentos de reclamo contra intentos de conquista disfrazada de disculpa y curiosidad. De pronto, coinciden. Ella no quería, pero se miran. M. se apresura a vestir su sorpresa de enfado por la torpeza de este…este…macho (olvida que ella es hembra). Justo entonces, a M. se le ocurre que ella puede atravesar las puertas en cualquier momento, que, por arreglar este desorden, ella puede pasar de largo. Termina de recoger y camina hacia el otro extremo de la sala. Casi tropieza con el bulto canela que bosteza a su lado. Él la mira alejarse con una pregunta en el rostro, atorado entre las pestañas un signo de interrogación.

En ese instante, M. siente contonearse con uno de los vestidos estampados de su infancia. Con alas de tela, voltea un segundo, girando sólo la cabeza. Le sonríe a aquél desconocido. Inmediatamente después cubre su rostro con el letrero y se dispone a esperar.

( )

Se abren las puertas. Se cierran. “Son las doce”, dice M. para sí misma, mientras apoya una de sus manos en la cintura engrosada por los años pasados frente al monitor y los deseos mal digeridos. Deja que las palabras escapen levemente de sus labios porque sabe lo sexy que puede ser un ligero mohín en la boca, aunque sea pre-fabricado. El letrero con su nombre cuelga flojamente de su mano izquierda; ni siquiera lo siente entre sus dedos. Ese trajeadito de allá no está nada mal; nota un llavero BMW entre sus dedos y, “sin darse cuenta”, se deja caer lentamente contra la columna, curveando la cadera lo más posible al exterior, tanto que las costuras de su falda color arena amenazan con romperse. Poco le importa el anillo de la mano contraria, como francotirador profesional centra su objetivo entre los círculos de iris y pupila y concentra toda la energía de su pelvis en dos ojos peinados con rímel del más alto calibre. Tirará a matar. Sabe que si su mirada es lo suficientemente fuerte, a él le tomará menos de diez segundos voltear.

10…9…8…7…De pronto, M. siente tremendo empujón: una cabeza de niña se le encaja a la mitad de las nalgas. Los tacones se le enredan y la cadera ejecuta una pirueta tan espectacular que si algún dueño de circo hubiera estado ahí cerca la hubiera contratado para un acto especial. Sus reflejos cuasi-felinos no le alcanzan para salvar la caída: M. se va de bruces contra el piso de mármol helado y sin glamour. Escucha una risa detrás de ella; inmediatamente M. apoya una mano sobre el suelo para levantarse, mientras con la otra recoge el letrero del piso. Una vez de pie, sus ojos se abalanzan sobre la pequeña color canela abrazada de la columna. “¡Las trais!”, grita la niña emocionada y sale corriendo de nuevo; en su vestido de manta ha quedado atrapada una parvada completa de flores en colores cálidos. “Escuincla estúpida”, escupe M. en voz baja. La costumbre hace que esas palabras también escapen levemente de entre sus labios, aunque esta vez su gesto parece, más que un mohín, un hocico digno de bozal.

Entre resignada y furiosa, M. estira el brazo con desgana para poner de nuevo el letrero con plumón indeleble al frente de ella. Espera…¿no es ella? Ve a una joven atravesar las puertas de cristal con una pañalera color arena al hombro; lleva el pelo perfectamente alaciado, amarrado en una coleta, y camina tranquila, empujando una carreola. M. siente que la sala se ilumina cual si hubieran prendido reflectores sobre de ella. Grita su nombre pero no percibe ninguna reacción en el rostro de ella. Otra esperanza en falso.

Sabía que no llegaría.

M. ve cómo, de pronto, un par de manos cubre los ojos de la joven con carreola. Ésta se libera del misterio para colgársele como orangután a un tipo flaco con lentes que parece estar feliz de verla. M. suspira y estira, una vez más, la mano con el letrero. La niña de piel canela la mira desde la cabina telefónica y ríe: M. no sabe que está mostrando el letrero al revés.

De entre las puertas sale un hombre cargando algo parecido a una tabla rectangular, casi de la estatura de su cuerpo; parece que le cuesta trabajo maniobrar entre la gente. M. se olvida del letrero un momento, interesada en el objeto, posa como Marilyn en el escaparate vivo de How to marry a millionaire. El hombre camina hacia ella sin mirarla y deposita su enorme rectángulo en el suelo, lo levanta con cuidado; esta vez lo carga del lado contrario. M. deja escapar un grito agudísimo pero lo asfixia al momento. El rectángulo opaco se ha convertido en un espejo y M. ha visto lo peor en él: su primera arruga, justo en el marco de su mohín estratégico.

( )

Las puertas se abren, ahora se cierran. M. avienta su voz adolescente contra los que van llegando:

“¿De dónde vienes?”

“Disculpa, ¿me puedes decir de dónde vienes?”

“¿En qué vuelo venías?”

Sus respuestas no significan nada para M. Anda con los hombros caídos, jorobada y oscura, lleva unos baggies color arena, una playera negra con el nombre de algún grupo de rock. Mientras tanto, la mujer de la columna intenta acallar el llanto de su bebé con una teta lechosa en la boca. Canta una canción de cuna en un dialecto de palabras suaves, maternales, de ésas que sólo pueden pronunciarse cuando dos cuerpos laten a un mismo compás. Aprieta un bultito enrebozado contra su pecho, hunde la cabeza entre los hilos de colores y se pierde en una tormenta de besos. Ya surcan su piel canela las primeras líneas de vida.

M., a unos cuantos pasos, refunfuña. Ve las puertas abrirse y se emociona con la silueta de una mujer. La ve salir y vuelve a encorvarse: es una vieja enjuta, de suéter color arena y ojos brillosos, como de quinceañera. Los semáforos cambian contínuamente: del verde al rojo, del rojo al verde. M. penetra lo traslúcido de las puertas con su mirada adolescente, sus ojos son dos profundos desafíos en un rostro que apenas ha dejado la infancia. Salen muchas personas, pero a ella, M. no la reconoce. De pronto escucha cómo alguien aclara la garganta a su lado. “¿Qué quieres?” “¿Sigues esperándola?”, le pregunta una voz dulce y avejentada, M. asiente en silencio; el letrero cuelga de su mano izquierda, a unos pocos centímetros del suelo. La vieja ve cómo M. aprieta los puños; entonces estira el brazo bajo el suéter color arena para poner una mano sobre el hombro de la pequeña. Y calla. Presiente una lágrima en el rostro de M. La vieja permanece detrás de ella y mira también hacia las puertas traslúcidas; se le escapa una sonrisa compasiva pero, como está atrás de M., no le preocupa: Sabe que nunca la verá atravesar esas puertas mientras se aferre al letrero que tiene en las manos. A pesar de ello, la vieja permanece junto de ella.

( )

Aún con las luces del pasillo encendidas, se siente dentro del aeropuerto la oscuridad del exterior. Quedan pocas siluetas esperando frente al reloj del área de llegadas. Las puertas se abren y se cierran, sólo que ahora con menos frecuencia que durante el día. Una cada diez minutos, quizás. M. sostiene el letrero bajo el brazo cubierto de estambre color arena. Mientras se abre una de las puertas, ella da la bienvenida a un bostezo. Sus ojos pesan con la dulzura del descanso anticipado; los pliegues del sueño se confunden entre sus arrugas. Con los ojos cerrados, escucha el paso de unos huaraches de piel que aún huelen a animal de rancho. Abre los ojos. Frente a ella, inmóvil, una joven con falda de manta y rostro canela sonríe con la frescura del medio día. “¿A quién esperas?” M. deja que su rostro se recupere tranquilamente tras el bostezo, mira a la joven y saca lentamente del costado el demacrado letrero. M. se lo muestra y sonrié con dulzura al mismo tiempo que alza los hombros:

“No es importante.”

( )

Son las ocho de la mañana, la fila de toda aerolínea es más larga que el camino al destino más cercano. Las máquinas de café resuellan como caballos de aliento húmedo y brioso. El mundo transita sobre la alfombra recién aspirada, la señalización del aeropuerto conduce a hombres, mujeres y niños por su camino. Algunos destinos cambian de sala de partida. Al fondo pueden escucharse gigantes metálicos realizando el prodigio de flotar sobre el suelo. Y a pesar de ello nadie se maravilla. Miles de rostros transitan codo a codo, ojo a ojo, talón por talón desgastando el frío mármol del pasillo principal del aeropuerto. Bajo los pies de la muchedumbre, un pedazo de cartulina blanca se pasea entre tenis y mocasines, de vez en cuando un niño lo patea hacia cualquier lado; sobre de él parece estar escrito un nombre, con letras de marcador, pero el polvo y el paso indetenible de los hombres vuelven imposible saber cuál es.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Una lectura rápida y un comentario rápido:

Ganaste en claridad, es un hecho, pero pasa como siempre pasa en estos casos, que de la primera a la segunda se pierde algo, y la armazón y la buena hechura de la primera parecen aguarse. Quizá habría que dejar reposar ambas y luego hacer un juicio más certero.

El recurso de los paréntesis es una gran salida ingeniosa y lograda, aunque por mero capricho visual-tipográfico los preferiría separados ( ) o con puntos (...) o una combinación de los tres () (...) ( ). Hay gran diferncia? No lo sé. Acaso tenga que ver con una mera patía claustrofóbica, o con mi ineptitud para la estrechez de la disciplina, o simplemente, quiera decir, que uno no debería andar por la vida con el psicoanálisis desenvainado.